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jueves, 16 de junio de 2011

Etiqueta y protocolo en la Iglesia


Vivimos en una época de informalidad. Se ha perdido el sentido de la jerarquía y de las conveniencias, se han olvidado las maneras y las reglas elementales de trato social, que han contribuido a lo largo de la Historia a fomentar el respeto y la deferencia en las relaciones humanas. Hoy en día es común, por ejemplo, comprobar cómo se va extendiendo la costumbre de tutear los jóvenes a los ancianos, y no en un contexto familiar o amical, sino por la calle, en el ámbito comercial e incluso en el de la administración pública. Pero lo que es deplorable en el mundo civil lo es con mayor razón en el eclesiástico, que está basado precisamente en un orden jerárquico que viene de Dios. Máxime cuando el olvido de la reverencia que se debe a lo sagrado es propiciado por aquellos mismos que deberían fomentarla, es decir los propios clérigos, que son acreedores a un trato deferente por ser personas sagradas, es decir no por ser quienes son sino por ser lo que son, a saber: representantes y ministros de Dios, a quien se debe todo acatamiento en Sí mismo y en todo cuanto pertenece a su culto. ¡Cuántas veces no hemos sido testigos de cómo sacerdotes y monjas se hacían tutear por los feligreses y llamar por el nombre de pila sin el apelativo de Don, Padre o Sor!

Incluso a nivel de la Curia Romana, escuela que fue de exquisita urbanidad, se ha ido perdiendo la antigua cortesía. Fórmulas consagradas por un uso inmemorial han caído en lamentable desuso y las comunicaciones curiales, tanto verbales como escritas, adolecen en muchos casos de falta de la debida deferencia al destinatario. No se diga de las cancillerías episcopales, donde reina a veces un espíritu de auténtica ramplonería. Pero cabe preguntarse: ¿qué puede esperarse, después de todo, si en la Sagrada Liturgia, que es el lugar de nuestro trato con Dios como Iglesia, hemos olvidado el sentido de reverencia y de homenaje? Bajo el pretexto de que Dios es Amor y Jesucristo nuestro hermano, con quien debemos tener confianza, se ha olvidado que un abismo separa a la criatura de su Creador y que no puede franquearse sino con una disposición de reconocimiento de nuestra contingencia y de humilde acatamiento a Aquel que nos ha creado, nos ha redimido y nos ha elevado al orden sobrenatural, que es en lo que consiste el santo temor de Dios, don del Espíritu Santo, que no es un temor servil sino filial y reverencial.
Las conexiones de la Sagrada Liturgia con la cortesía eclesiástica son íntimas. Y ello es porque la Iglesia Católica está basada en el culto. Como decía Bossuet, Aquélla es «Jésus-Christ répandu et communiqué» (Jesucristo extendido y comunicado). Su misión es llevar a Cristo a todas las gentes de todos los tiempos y lugares y darles la vida sobrenatural, lo que realiza a través de la Misa, que actualiza aquí y ahora el sacrificio de la Cruz, y de los Sacramentos, que son los canales por donde nos viene la gracia santificante, la que nos justifica y nos hace gratos a Dios. El sacerdocio católico con toda su jerarquía está apoyado en el sacrificio de la Misa, como lo admitió hasta el mismísimo Lutero (aunque con otra connotación). Y es en relación con este gran misterio (el magnum sacramentum) como adquiere el clero su sacralidad, una sacralidad que lo hace participar de alguna manera del honor de Dios y acreedor del obsequio de nuestra reverencia, no por razón de las personas, sino por razón de aquello que representan. Esta es la justificación última y profunda de la etiqueta y el protocolo eclesiásticos. Pasemos ahora a la cuestión práctica de los títulos y tratamientos que deberían usarse en ámbito eclesiástico. Nos ceñimos a dos fuentes principales: la Instrucción sobre vestiduras, títulos y blasones de cardenales, obispos y prelados menores dada por el papa Pablo VI, el 28 de marzo de 1969, y el protocolo eclesiástico español.
El Papa tiene el tratamiento de “Santidad”, abreviado en S.S. (Su Santidad) y V.S. (Vuestra Santidad). Al dirigirse a él por carta se ha de consignar como destinatario: “A Su Santidad el Papa” sin añadir el nombre. El vocativo es “Beatísimo Padre”. En el cuerpo epistolar debe uno dirigírsele siempre en tercera persona: “V.S.” preferentemente a “S.S.” (esta última forma se utiliza propiamente al referirse al Papa tratando con otra persona). Nunca se ha de emplear el “Usted”, toda vez que sería una disminución de tratamiento, ya que esta forma no es sino una corrupción de “Vuestra Merced” (lo mismo vale para todos los demás dignatarios y prelados de la Iglesia, pero no para los simples sacerdotes, a los que se le puede dar tal tratamiento, como se verá más adelante). La despedida suele ser en estos términos: “Postrado a los pies de Vuestra Santidad, tengo el honor de subscribirme, con el más profundo respeto, como Su humilde y fidelísimo servidor, que implora Su Bendición Apostólica”.
Los Cardenales de la Santa Iglesia Romana son considerados como príncipes de la Iglesia. De hecho, en ellos reside la soberanía de la Santa Sede en tiempo de interregno papal y por este título están asimilados a los príncipes de casas soberanas (por eso aparecen consignados en la primera parte del célebre Almanaque Gotha). Desde el decreto de Urbano VIII de 1630, tienen el tratamiento de “Eminencia Reverendísima”, abreviado en Su Emcia. Revma. y V. Emcia. Revma. (que también fue concedido a los tres príncipes electores eclesiásticos del Sacro Imperio, los arzobispos de Colonia, Maguncia y Tréveris). Hasta entonces habían sido “Ilustrísimos y Reverendísimos”. Como destinatario de una carta, un cardenal es designado de la siguiente manera: “Eminentísimo y Reverendísimo Sr. Cardenal, Dr. D. …” seguido de su cargo en la Curia Romana o su título episcopal (incluso si es emérito). El vocativo de un cardenal es “Eminentísimo y Reverendísimo Señor Cardenal” (nunca “Eminentísimo y Reverendísimo Monseñor”). Como en el caso del Papa, a un cardenal debe dirigirse uno en tercera persona: V. Emcia. Revma.). El tenor de la despedida es el siguiente: “De V. Emcia. Revma. fiel servidor, que besa Su sagrada púrpura”. Las últimas palabras pueden abreviarse mediante el acróstico Q.B.S.S.P. (siempre en mayúsculas).
La designación oficial de un cardenal incluye el tratamiento cardenalicio, su nombre, el orden cardenalicio (cardenal-obispo, cardenal-presbítero o cardenal-diácono) y su correspondiente iglesia (sede suburbicaria, título o diaconía) y el cargo de Curia o título episcopal. Ejemplo en latín: “Eminentissimus ac Reverendissimus D.D. Ferdinandus, tituli S. Augustini S.R.E. presbyter Cardinalis Quiroga y Palacios, Archiepiscopus Compostellanus”. En español se puede abreviar en “Su Eminencia Reverendísima Dr. D. Fernando Cardenal Quiroga y Palacios, Arzobispo de Santiago de Compostela”. Ya se ha dicho que nunca se le da a un cardenal el título de “Monseñor”, pues es inferior a la dignidad cardenalicia.
Un caso peculiar es el del Gran Maestre de la Soberana Orden Militar de los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta (Orden de Malta), asimilado al rango cardenalicio y cuyo tratamiento es, en virtud del ya mencionado decreto de Urbano VIII, el de “Alteza Eminentísima”, abreviado en S.A.E. (Su Alteza Eminentísima) y V.A.E. (Vuestra Alteza Eminentísima). Su título oficial es “Su Alteza Eminentísima, el Príncipe y Gran Maestre Frey…” (“Frey” se usa en España por “Fra” y se refiere al carácter monacal del Gran Maestre, que siempre es un caballero profeso). El vocativo que le corresponde es el de “Eminentísimo Señor”.
Los Patriarcas de las Iglesias Orientales reciben el tratamiento de “Beatitud”, abreviado en S.B. (Su Beatitud) y V.B. (Vuestra Beatitud). Sin embargo, el título de “Beatísimo Padre” es privativo del Papa por lo que algunos proponen como vocativo el de “Beatísimo Señor”. En realidad, hasta Pablo VI fue cosa discutida el tratamiento al que son acreedores los Patriarcas. Éstos acostumbraron a usar desde antiguo el de “Beatitud” y siguieron usándolo a pesar de un decreto de la Sagrada Congregación Ceremonial de 3 de junio de 1893, que les reconocía sólo el de “Excelencia”. Desde Pablo VI, que quiso enaltecer la dignidad patriarcal, se ha generalizado el uso del primer tratamiento, incluso por parte del Romano Pontífice.
En cuanto a los Arzobispos (sean o no metropolitanos), Obispos (residenciales y titulares) y Nuncios Apostólicos, su tratamiento es el de “Excelencia Reverendísima”, abreviado en Su Excia. Revma. y V. Excia. Revma. A ellos sí se les debe dar el título de “Monseñor” con el adjetivo “Reverendísimo” si se usa como vocativo. También vale aquí la regla de dirigirse a cada uno de estos prelados en el cuerpo epistolar en tercera persona: V. Excia. Revma., reservando Su Excia. Revma. cuando uno se refiere a él tratando con otra persona. La forma de terminar una carta es en este caso la siguiente: “De V. Excia. Revma. fiel servidor, que besa Su pastoral anillo”. Las últimas palabras pueden abreviarse mediante el acróstico Q.B.S.P.A. (siempre en mayúsculas). Antiguamente en España se daba a los Obispos el tratamiento de “Ilustrísima Reverendísima”, que hoy se reserva a los abades mitrados, vicarios episcopales, priores de las órdenes militares, presidentes de tribunales eclesiásticos, administradores apostólicos sin rango episcopal y al defensor del vínculo, todos los cuales son, en consecuencia, “Ilustrísimos y Reverendísimos”.
El tratamiento de “Excelencia” sin ninguna adición es propio del decano de la Sacra Rota Romana y del secretario de la Signatura Apostólica. El título de “Reverendísimo Monseñor” corresponde a: los prelados superiores de los dicasterios de la Curia Romana que no tengan rango episcopal, a los Auditores de la Sacra Rota Romana, al Promotor General de Justicia y al Defensor del Vínculo de la Signatura Apostólica, a los Protonotarios Apostólicos numerarios y a los cuatro Clérigos de Cámara. Los Protonotarios Apostólicos supernumerarios, los Prelados de Honor y los Capellanes de Su Santidad tienen derecho al título de “Reverendo Monseñor”. A los abades no mitrados y superiores generales de órdenes y congregaciones religiosas les corresponde el de “Reverendísimo Padre” con el tratamiento de (Vuestra o Su) “Paternidad Reverendísima”. Los canónigos de capítulos catedralicios y colegiatas y los beneficiados en general son “Muy Ilustres Señores”, con tratamiento de “Señoría Ilustrísima”. En fin, los sacerdotes y diáconos (transitorios o permanentes) son acreedores del título de “Reverendo Señor” con tratamiento de (Vuestra o Su) “Reverencia”. Si los sacerdotes son religiosos, el título que les corresponde es el de “Reverendo Padre” seguido del apelativo “Dom” (si es monje de regla benedictina) o “Fray” (si es de religión mendicante) y con tratamiento de (Vuestra o Su) “Paternidad”. Las cartas dirigidas a todos estos miembros del clero pueden terminar genéricamente así: “De V. … atento y seguro servidor, que besa su [sacerdotal] mano”. Las últimas palabras pueden abreviarse mediante el acróstico Q.B.S.[S.]M. (siempre en mayúsculas).
Las fórmulas “osculatorias” de final de carta que hemos consignado se pueden omitir de acuerdo con la Instrucción de 1969, aunque sería lamentable que se perdieran definitivamente (de hecho, su uso es rarísimo en las cancillerías y se las considera prácticamente caídas en obsolescencia). Esperamos que estas nociones de cortesía eclesiástica sean útiles de alguna manera a nuestros lectores en un mundo en el que cada vez más se eliminan las sanas costumbres de la correspondencia epistolar y de la comunicación con propiedad y decoro.

fuente: http://infocatolica.com/blog/novaetvetera.php/0908210245-etiqueta-y-protocolo-en-la-ig

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