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miércoles, 18 de junio de 2014

Caravana de bicicletas

Con su generosidad característica, SS. MM. los Reyes Magos trajeron este año sendas bicicletas para mis tres hijos. Esos mismos Reyes Magos, sin embargo, desoyeron mi propia petición de un robot inteligente, indestructible e infatigable que pudiera cuidar a los niños mientras usaban las bicicletas. Así pues, a quien le toca acompañarlos por las tardes es a mí, que por desgracia no soy indestructible, ni infatigable ni, aparentemente, demasiado inteligente.
Como los Reyes llevan más de dos milenios en el negocio de los regalos y son bastante sabios, se preocupan poco de los dictados de lo políticamente correcto. En consecuencia, las bicicletas no son unisex, sino que se adaptan a los gustos de sus respectivos propietarios, aunque esos gustos sean sexistas y discriminatorio-cavernícolas.

Así pues, la bici de mi hijo mediano es amarilla y negra, con aspecto de bicicleta de montaña para deportes extremos, aunque los ruedines estropean un poco el efecto. Por supuesto, en las bicicletas de las dos niñas abundan los ponis, las hadas y las cintas brillantes, pero lo más llamativo es que son de color rosa. Cuando digo rosa, no me estoy refiriendo a una simple tonalidad. Se trata más bien de una cualidad indescriptible utilizando meras palabras humanas y cercana a la roseidad absoluta: un rosa tan intenso que sólo se puede contemplar con gafas de sol si uno no quiere perder la vista para siempre. Tengo la sospecha fundada de que, para asegurar el equilibrio cósmico del universo, en alguna lejana galaxia hay planetas enteros en los que el color rosa es desconocido, como una forma de compensar el exceso de densidad rosística de las bicicletas de mis hijas.
El proceso de ir con las bicicletas hasta algún parque o un aparcamiento vacío se parece bastante a una caravana dirigida al antiguo Oeste americano. Primero, hay que prepararse para el viaje y comprobar antes de salir que todos llevan zapatos en los dos pies (algo que a menudo no sucede). También es fundamental llevar agua, pues, según la ley externalización umbralística de Hoppenschlager, el paso en dirección de salida por el umbral de la puerta de casa tiene un efecto agudizador característico de la sensación hipohídrica, que hace que la sed de los menores de diez años pase del 0% a un 127,38% en cuestión de segundos. Es fácil hacer la prueba: basta preguntar si alguien tiene sed antes de salir de casa (nadie) y treinta segundos después (todos, con enconadas peleas por ver quién bebe primero de la botella).
Por supuesto, el proceso de acompañar y aprovisionar la caravana es mucho más sencillo para las madres, gracias al maravilloso invento de los bolsos sin fondo. El bolso de mi mujer tiene la llamativa capacidad de contener, como mínimo, el quíntuplo de su propio volumen en los objetos más diversos, desde loción antimosquitos (muy útil si uno va en bicicleta a los pantanos infestados de malaria del Camerún) hasta pegamento, pasando por la merienda, un cuadernito para hacer la lista de la compra, innumerables gomas para el pelo de las niñas, tiritas para el niño, colonia para desinfectar heridas y múltiples objetos enigmáticos cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos y cuya utilidad ya nadie recuerda.
Aunque vivimos en un barrio residencial, con poco tráfico, la marcha de la caravana es muy laboriosa. El padre, oséase yo, aprovecha los ojos que le crecen en la nuca en el momento en que su primer hijo aprende a andar y actúa como vigía y centinela. Cuando divisa un coche acercándose, da el grito de alarma y las bicicletas corren desorganizadamente hacia la acera (inevitablemente, cada una a una acera distinta), hasta que pasa el peligro. Como es lógico, a los niños les encanta el caos que se produce y entran enseguida en el espíritu del juego. “¡Un cocheeeee!”, gritan entusiasmados ellos mismos unas cinco veces por minuto, aunque el coche en cuestión vaya por otra calle, se aleje de nosotros o incluso esté aparcado y no tenga ruedas. Lo que sea con tal de aumentar el número de canas en la ya bien provista testa de su progenitor.
Al llegar al parque o aparcamiento desierto, comienzan las gráciles curvas y ochos propios de ciclistas expertos y también los zigzageos vacilantes y temblorosos, según los casos. En general, yo me muestro más a favor de los primeros que de los segundos, que, además de ser artísticamente menos atractivos, suelen terminar en una competición de resistencia entre la frente de los niños y el asfalto del suelo.
A pesar de ser hermanos, cada uno de mis hijos tiene un estilo de ciclismo totalmente diferente. La mayor debió de aprender a ir en bicicleta observando antiguas películas de los años veinte, en las que los caballeros y las damas montaban en sus velocípedos de forma pausada, digna e inmensamente respetable. Nunca acelera, ni hace quiebros repentinos y su obsesión es que la dejen en paz, con un buen espacio alrededor. Esa pretensión choca (metafórica y literalmente) con el deseo irrefrenable de la pequeña de seguirla a dondequiera que va y acercarse lo más posible a ella en todo momento. La manera de montar en bicicleta del niño, en cambio, me recuerda siempre a la película Ben-Hur, porque los ruedines de su bicicleta actúan como los pinchos de las cuádrigas romanas, segando todo lo que se le ponga por delante, ya sean otras bicicletas o las piernas de incautos peatones.
Lo que más temo de las salidas con bicicleta es el momento inevitable en que a uno de los niños se le ocurre decir que estaría bien hacer una carrera. No soy de esos padres que piensan que competir es malo o que las carreras siempre deben terminar con “todos habéis ganado”. Pero sí conviene que haya una ligera posibilidad de que el ganador no sea siempre el mismo. Y eso, cuando compiten una niña de ocho años que monta bien en bicicleta, uno de seis que todavía lleva ruedines y otra de cuatro que ni siquiera tiene pedales en su bici, resulta bastante complicado. Es necesario combinar un “¡Ya!” en el momento en que la mayor está desprevenida, con un buen empujón discreto a la más pequeña y elegir el itinerario más adecuado para que los ruedines del mediano no supongan una desventaja insuperable ni tampoco una amenaza para la integridad física de los participantes. Me río yo del encaje de bolillos.

A veces pienso que la Providencia divina debe de parecerse mucho a un padre que lleva a sus hijos a montar en bicicleta: contemplándonos con un inmenso cariño, conociendo nuestras fuerzas y nuestras debilidades, empujándonos gentilmente en la dirección correcta sin forzarnos, compartiendo nuestros sufrimientos, protegiéndonos de lo que nos amenaza, buscando lo mejor para nosotros y, ¿por qué no? disfrutando enormemente en el proceso.

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