Nos encontramos ante un tema poco conocido y consecuentemente poco comentado entre educadores, formadores o superiores. Se trata de algo que está latente en la mayoría y muy patente en a minoría. La formación de los futuros sacerdotes es muy delicada, por el cual se necesita educadores empapados de espiritualidad, con gran madures afectiva y que estén psicológicamente sanos.
Los afectos resultan decisivos en una relación de tipo espiritual. Se trata de una influencia que los afectos presentan en el contexto de un acompañamiento espiritual, de un coloquio, tanto de una parte como de la otra, es un tema muy específico, sin embargo concierne a toda persona, particularmente si esta desempeña un papel de formador, acompañador o superior de una comunidad.
La transferencia que nace en un contexto psicoanalítico, puede percibirse con frecuencia en el ámbito espiritual, con ocasión de coloquios, durante el acompañamiento o también en la confesión.
El primero en estudiar de manera explícita la “transferencia” fue Sigmundo Freud, que había observado cómo los pacientes tendían a revivir, literalmente, a transferir a la persona del analista lo que habían experimentado anteriormente en relación con figuras significativas de su vida, como los padres, los profesores, los educadores y amigos.
De este modo la transferencia se manifestaba como una especie de desplazamiento del afecto experimentado, que se mantenía a pesar del tiempo transcurrido y la diversidad de situaciones. Este descubrimiento, realizado inicialmente en el contexto de las sesiones psicoanalíticas, esta presente, sin embargo, en toda relación y ámbito significativo y, por consiguiente, también en la vida sacerdotal y religiosa.
Al respecto, Imforma de los resultados de una investigación según la cua el 70 % de los sujetos, todos ellos religiosos, presentaban durante su formación “transferencias”, con consecuencias críticas desde el punto de vista formativo.
El problema es importante, sobre todo porque compromete directamente a otra persona a la que el sujeto transfiere sus sentimientos. También el que acompaña en tales situaciones puede revivir inconscientemente con deseo, frustración o conmoción episodios conmovedores de su propia vida, es lo que en psicología se conoce con el término “contra-transferencia”.
El problema de la transferencia en el ámbito del acompañamiento espiritual exige, ante todo, que quien acompaña haya tenido ya la ocasión de trabajar sobre sí mismo, reconociendo lo que está sucediendo le concierne a él y a determinadas situaciones concretas de su vida que no tiene nada que ver con la persona que tiene ante sí. De lo contrario, surgirá un malestar no resuelto que impedirá ver y escuchar a la persona, porque le están poniendo otros vestidos, pugnando por entrar en su historia real.
Podría también suceder que el acompañante someta a la otra persona a extorsiones afectivas más o menos sutiles, o a imposiciones que no ayudan a crecer, sino que, como mucho, desarrollan una actitud de complacencia y no de lectura de lo que el Espíritu le dice al corazón. Jesús nnca así a las personas; más aún, en el mmento crítico saber decir con franqueza a Pedro y a los doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67). Tampoco utiliza milagros para mantener junto a sí a la muchedumbre: son significativas a este respecto las palabras que siguen a la resurrección de Lázaro: “desatadlo y dejadlo andar” (Jn 11, 44).
Conociendo y afrontando la transferencia y la contratransferencia se aprende no solo a no temerla, sino también a no exagerar su importancia; de hecho amaos elementos no constituyen ciertamente la dimensión del acompañamiento en su totalidad.
La temática “transferencia - contratransferencia” confirma el dicho según el cual “nadie puede dar lo que no tiene”: el acompañante está llamado a explorar sus propias zonas problemáticas y a cultivar, al mismo tiempo, una relación personal con la Fuente Primera. Y, viceversa, volvería a hacer su aparición en este contexto la advertencia de Jesús contra la presunción farisaica de quien pretende estar por encima de los demás, en prejuicio de todos; “¿Podrá guiar un ciego a otro ciego?” ¿No caerán los dos al mismo hoyo? El discípulo no es más que el maestro; si bien, ya instruido, será como su maestro (Lc 6, 39-40).
Cf. Giovanni Cucci, La fuerza que nace de la debilidad. Aspectos psicológicos de la vida espiritual. Santander, Sal Terrae, 2013, pp. 99-103.
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