lunes, 30 de julio de 2012
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Las dudas del hombre (1 de 2)
Autor: Fray Nelson Medina O.P.
¿Dios es amor?
Mucha gente que es padre o madre de familia y que afirman que todo el mal que pudieran evitarle a sus hijos se lo evitarían, escuchan que Dios es amor e inmediatamente piensan que Dios no los trata de la misma manera. Muchos afirman también que han sufrido injusticias por amar a Dios y que Dios no ha hecho nada para librarles de ellas.Bajo esta óptica no es fácil responder a sus inquietudes, sobre todo porque desconocemos los detalles de aquello que quizá les esté doliendo o atormentando más. Y lo cierto es que detrás de cada palabra hay una historia, pequeña o grande, y es esa historia la que le da sentido a la palabra.
Por ejemplo, ellos dicen “todo el mal que pudiera evitarle a mis hijos se lo evitaría, si pudiera.” Sabemos que es así, pero a veces no es tan sencillo saber qué es un “mal.” Por decir algo sencillo: cuando éramos niños solía suceder que no quisiéramos tomarnos una medicina amarga. Mamá nos decía: “Tómatela, que es para tu bien.” Pero nosotros no le creíamos; para nosotros era un mal. De verdad que no es sencillo. A veces nos toma años saber qué podía haber de bueno en algo que un día nos sucedió. De hecho, hay muchas historias y narraciones que circulan en Internet y que hablan de ello. Tal vez conozcas esta:
El único sobreviviente de un naufragio llegó a la orilla de la playa de una lejana y deshabitada isla. Todos los días oraba fervientemente, pidiéndole a Dios que lo rescatara; y todos los días miraba al horizonte esperando que le rescataran, pero los días iban pasando y la esperanza se iba apagando.
Cansado y deprimido, eventualmente empezó a construir una pequeña cabaña con la madera del naufragio para protegerse de los elementos y proteger las pocas posesiones que con mucho esfuerzo había encontrado en la isla.
Un día al regresar de andar buscando comida, encontró que la pequeña cabaña se había quemado, el humo subía hacia el cielo. Lo peor que le sucedió fue que había perdido hasta las pocas cosas que tenia. El pobre estaba consternado, desanimado, confundido y lleno de dolor. Herido, furioso lloró amargamente y le gritó a Dios diciendo: "¿Cómo puedes hacerme esto?" Lloró impotentemente lamentándose de todo lo que le había pasado y de cómo Dios le había quitado todo, aun sus pocas pertenencias.
Desconsolado se quedó dormido sobre la arena. Al día siguiente, temprano por la mañana le despertó el sonido lejano de un barco que se acercaba a la isla. Cuando vinieron a rescatarlo él preguntó cansado y perplejo a los marineros: ¿Cómo sabían que yo estaba aquí? Ellos le contestaron: "Vimos las señales de humo que nos hiciste."
Ahora bien, para aquellos que dicen: “He sufrido injusticias por amar a Dios.” Les puede sonar extraño lo que vamos a decir, pero la verdad es que su caso es lo natural. Lo normal es sufrir y ser perseguido. No podía ser de otro modo, dada la obra del pecado en el mundo. De hecho, la Biblia está llena de ejemplos y advertencias que muestran que es así. He aquí un texto bien conocido, de Eclesiástico 2,1-6:
“Hijo mío, si tratas de servir al Señor, prepárate para la prueba. Fortalece tu voluntad y sé valiente, para no acobardarte cuando llegue la calamidad. Aférrate al Señor, y no te apartes de él; así, al final tendrás prosperidad. Acepta todo lo que te venga, y sé paciente si la vida te trae sufrimientos. Porque el valor del oro se prueba en el fuego, y el valor de los hombres en el horno del sufrimiento. Confía en Dios, y él te ayudará; procede rectamente y espera en él.”
De pronto lo que nos ha faltado es predicar más sobre esa realidad pero la Escritura lo advierte bien. Recordaremos que Jesús habló así:
“El que no carga su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo.” (Lucas 14,27)
Desde luego, uno siente que se rebela ante eso y pregunta “¿Por qué ha de ser así?” La respuesta reside en la obra que ha hecho el pecado. De una manera simbólica esto lo describe también la Biblia cuando en el Génesis muestra que la vida se ha vuelto dura a raíz del pecado (Génesis 3). Por otra parte las dificultades mismas son una ocasión magnífica de crecimiento, incluso cuando la gente se burla de nosotros. Una vez que estamos llenos del Espíritu Santo podemos incluso descubrir que la oposición de los demás es un momento para unirnos más a Dios, el único que no defrauda. Así obraron los apóstoles:
“[Los sumos sacerdotes] después de llamar a los apóstoles, los azotaron y les ordenaron que no hablaran en el nombre de Jesús y los soltaron. Ellos, pues, salieron de la presencia del concilio, regocijándose de que hubieran sido tenidos por dignos de padecer afrenta por su Nombre.” (Hechos 5,40-41)
A nosotros nos puede parecer ridículo, exagerado o imposible que suceda algo así, pero tengamos en cuenta que a los mismos apóstoles eso les pareció imposible que por eso andaban encerrados por miedo. El Espíritu Santo hizo una obra grande en ellos y les mostró que hay un valor muy grande en padecer como señal de amor fiel. Sólo el amor fiel supera la prueba; el amor interesado, no.
¿Debemos perdonar?
Podremos cuestionar entonces: “¿Será que Dios ha permitido que todo me suceda porque me lo merezco? Luego, Dios da a cada uno su castigo, ¿entonces, por qué me pide a mí que perdone a mis enemigos cuando me hacen injusticia, si Él no me perdona a mí mis desvaríos si no me arrepiento? ¿Dios perdona a los que no se arrepienten? Tengo entendido que no. ¿Tengo yo que perdonar a los que me hacen daño y no me piden perdón? Tengo entendido que sí. Si Dios no perdona a los que no se arrepienten, ¿por qué tengo que perdonar a los que no me piden perdón? Si yo tengo que perdonar a los que no me piden perdón, y Dios no perdona a los que no se arrepienten, ¿por qué Dios me pide a mí que haga lo que Él no hace?”
Es bueno preguntarnos qué sucede cuando el perdón de Dios no se da. ¿Será porque Dios no quiere darlo? ¿Será porque su afán de castigar es tan grande que a veces se olvida de su compasión y se dedica a cobrarle a cada quien lo que debe?
Muy al contrario, lo que encontramos en la Escritura es que Dios es “tardo a la ira y rico en misericordia” (mirar por ejemplo Éxodo 34,6; Números 14,18; Nehemías 9,17; Salmos 86,15; y otros). Así que la experiencia de la gente que escribió la Biblia es que Dios “no nos trata como merecen nuestros delitos.” Ese texto hay que citarlo más completo:
“Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios. El es el que perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus enfermedades; el que rescata de la fosa tu vida, el que te corona de bondad y compasión; el que colma de bienes tus años, para que tu juventud se renueve como el águila. El Señor hace justicia, y juicios a favor de todos los oprimidos. A Moisés dio a conocer sus caminos, y a los hijos de Israel sus obras. Compasivo y clemente es el Señor, lento para la ira y grande en misericordia. No contenderá con nosotros para siempre, ni para siempre guardará su enojo. No nos ha tratado según nuestros pecados, ni nos ha pagado conforme a nuestras iniquidades. Porque como están de altos los cielos sobre la tierra, así es de grande su misericordia para los que le temen. Como está de lejos el oriente del occidente, así alejó de nosotros nuestras transgresiones. Como un padre se compadece de sus hijos, así se compadece el Señor de los que le temen. Porque El sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos sólo polvo.” (Salmo 103,2-14)
Es decir que la idea de que Dios anda contando las transgresiones para lanzar el zarpazo de su reproche y su lazo de castigo sobre nosotros no tiene que ver con el Dios en quien nosotros creemos.
El preguntar: “¿Por qué me pide a mí que perdone a mis enemigos cuando me hacen injusticia, si Él no me perdona a mí mis desvaríos si no me arrepiento?” Nos conduce al tema del perdón en sí mismo.
¿Qué es perdonar? ¿Es lo mismo perdonar nosotros a los enemigos (si no se han arrepentido de lo que nos han hecho) que perdonarnos Dios cuando no nos arrepentimos?
Creo que estamos hablando de dos cosas distintas, como se puede ver a través de una sencilla reflexión. ¿Qué pasa a una persona cuando no perdona? Muchas veces vemos que las consecuencias de no perdonar se vuelven en contra de la persona que no perdona. La amargura que se revuelve en el alma que busca como lograr un mal contra su prójimo termina envenenando al que no logra sacar de su mente el odio. Perdonar, en el caso de los seres humanos, es casi un acto de amor a nosotros mismos. Los psicólogos hablan del perdonar y “dejar atrás” como una higiene del alma. Así como el cuerpo que no se limpia de la mugre se enferma y deteriora, se afea y envilece, así el corazón que no se hace la limpieza del perdón se empobrece y se enferma. No perdonar, en el caso de nosotros los humanos, es hospedar al mal.
Es totalmente distinto el caso en Dios. El Señor no tarda en ofrecer su perdón, no porque necesite de nosotros, sino sencillamente que nos ama. Es extraño oírlo, al principio, pero es verdad: Dios no necesita de nosotros; no nos creó porque nos necesitara. Y esa es la gran diferencia con el caso del perdón humano: nosotros no somos creadores; sólo Dios es Creador. Por eso leemos en el libro de la Sabiduría:
“Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado” (Sabiduría 11,24).
El odio hacia la creatura, en cuanto creatura suya, es simplemente imposible en Dios.
Dios puede aborrecer nuestras obras, si son perversas, y por eso quiere que nos separemos de ellas, y por eso nos exhorta a través de los profetas:
“Lavaos, limpiaos, quitad la maldad de vuestras obras de delante de mis ojos; cesad de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad la justicia, reprended al opresor, defended al huérfano, abogad por la viuda. Venid ahora, y razonemos --dice el Señor-- aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque sean rojos como el carmesí, como blanca lana quedarán.” (Isaías 1,16-18)
Por consiguiente, cuando decimos que Dios “no nos perdona” no estamos diciendo que está tan enojado que necesita desquitarse, ni estamos diciendo que ha acumulado odio contra alguien, sino que precisamente porque desea nuestro bien y porque es nuestro único Creador desea separarnos de lo que nos destruye, no para bien suyo sino nuestro. Es normal entonces que, si nosotros escogemos no separarnos de eso que nos hace daño, es decir, si elegimos no arrepentirnos, ese daño permanece y se afianza en nosotros, y eso precisamente es el “castigo.” No es el fruto del odio de Dios hacia alguien que no le hizo caso, sino la consecuencia de la obstinación de alguien que no se separó de lo que le hacía mal.
¿Dios ama al pecador?
¿Será que amamos más nuestros hijos más que lo que Dios nos ama? ¿Dios ama a los pecadores? Alguien podría decir que pareciera que no, porque aunque ellos lo han abandonado a Él, Él no ha hecho nada para atraerlos a Él, agregarían también que parece que Dios no hace nada para ayudarlos y nos pide a nosotros que lo hagamos para Él, cuando Él pudiera resolverlo todo de un solo brochazo, y sabiendo que nosotros no podremos hacer mucho para resolver mucho de los problemas que tienen estas personas, nos pide a nosotros que lo hagamos por Él. ¿Será que nuestro Dios se ha vuelto loco?
Retomando esto último. Ciertamente tiene algo de “locura” el proyecto de Dios. No nos extrañe que hablemos así. Pensemos en la grandeza de los bienes que nos ha dado y terminaremos repitiendo lo que dice el salmo:
“¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, y el hijo del hombre para que lo cuides? ¡Sin embargo, lo has hecho un poco menor que los ángeles, y lo coronas de gloria y majestad! Tú le haces señorear sobre las obras de tus manos; todo lo has puesto bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos ellos, y también las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar, cuanto atraviesa las sendas de los mares.” (Salmo 8,4-8)
Es grande el lugar que tenemos los seres humanos en la creación; tal grandeza conlleva sin embargo una responsabilidad proporcional. Ahora bien, si miramos qué hemos hecho con la naturaleza la conclusión es obvia: hemos faltado a nuestra responsabilidad, a nuestro deber. Es nuestra culpa, no la de Dios.
Algo parecido podemos concluir si miramos nuestras responsabilidades mutuas como seres humanos. Dios nos llama al amor, la cooperación, la unión de esfuerzos en búsqueda de un mundo más justo, bello, saludable y acogedor para todos. Si nosotros faltamos a nuestro deber, si el egoísmo se impone sobre la solidaridad y la violencia quiere resolverlo todo según la voluntad del más fuerte, esta tierra puede volverse un preámbulo del infierno. Y si ello sucede, de nuevo hay que decir: es nuestra falta, no la de Dios.
¿Y no hubiera podido hacer Dios un universo distinto? Sí, pero fijémonos que hay un punto en el que hay que escoger: ¿quieres un universo con criaturas libres o sin ellas? Un universo sin libertad, gobernado por las solas leyes del instinto y la necesidad podría “funcionar” muy bien, pero sería semejante solamente a una gran máquina, bien ajustada y aceitada. En ese universo estaría todo, pero faltaría la respuesta libre del amor. Por decirlo de algún modo: Dios prefirió el “riesgo” de un universo donde se le pudiera decir que no incluso a Él mismo. Ese es nuestro universo; esa es esta creación, que por cierto abarca lo visible y lo invisible.
En este universo encontramos la perversidad de Satanás que se encierra en su orgullo y su odio, pero también la hermosura de San Miguel Arcángel, que en toda su belleza angélica nada considera más hermoso que servir a Dios. Podríamos imaginar un universo quitando la libertad de Satanás pero eso quitaría también la libertad de Miguel. De nuevo: el resultado sería una máquina, un algo predecible y carente de gobierno de sí mismo, esto es, carente de vida consciente en sentido propio. Lo mismo sucede en los seres humanos: podemos encontrar un Hitler o una Madre Teresa; un Nerón o un San Martín de Porres. Dios quiso “tomar el riesgo.”
¿Significa que Él no cuida de los pobres o de los marginados? Si pensamos en términos estrictamente materialistas esa será la conclusión. Sin embargo, si ampliamos nuestra visión diremos algo distinto. Creemos que es exagerado afirmar que Dios no ha hecho “nada” para atraer pueblos lejanos hacia él. En primer lugar, está su presencia en la conciencia de cada ser humano.
Al respecto dice san Pablo:
“Cuando los gentiles, que no tienen la ley, cumplen por instinto los dictados de la ley, ellos, no teniendo la ley, son una ley para sí mismos, ya que muestran la obra de la ley escrita en sus corazones, su conciencia dando testimonio, y sus pensamientos acusándolos unas veces y otras defendiéndolos, en el día en que, según mi evangelio, Dios juzgará los secretos de los hombres mediante Cristo Jesús.” (Romanos 2,14-16)
Es un texto muy denso, que vale la pena reflexionar. Dios no está lejos de la conciencia de nadie, y por ello mismo, el juicio de los secretos de los hombres mediante Jesucristo es para todos. Realmente nosotros no sabemos cómo ha obrado y está obrando el Señor en pueblos muy lejanos de nosotros; lo que sí sabemos, volviendo a lo que dijimos antes, es que nosotros mismos tenemos una dosis de responsabilidad en anunciar la buena noticia a ellos, porque la plenitud de la luz y de la gracia se manifiestan en Cristo Jesús. Si Dios obrara “de un brochazo” podría quitar muchos males, pero, como dice Santo Tomás, con ello también quitaría muchos bienes, sobre todo los bienes de amor, sabiduría y belleza que nacen del hecho de que Él mismo nos creó libres.
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Soy un lector de filosofía, libros que hablan de pensamiento humano, mi corriente filosófica es: neo-realismo analógico.
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