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viernes, 3 de agosto de 2012

Tres etapas o generaciones en la vida cristiana (3 de 3)

Po Fray nelson Medina O.P.

La tercera etapa o generación: La mística y la santidad

El simple título de esta “tercera generación” pensarán muchos que parece referirse a algo que por lo visto no existe hoy. En este sentido, hay que ser realistas. Es una pena que tengamos que pronunciar tantas veces un diagnóstico así, sobre todo porque indica que hay aquí un gran vacío en la Iglesia.No interesan a muchos estos caminos de la vida en el Espíritu, y en cambio sí abundan las sospechas y burlas para con aquellos que se sienten llamados a crecer en todo hacia Jesucristo. Dios, sin embargo, hace su obra en muchos lugares, en seglares y religiosos, en laicos y sacerdotes, en iletrados y cultos, y tiene en su mano vidas muy transfiguradas y muy poseídas de su Espíritu.

Los requisitos previos son en principio, un camino de “Segunda Generación” purificado por las noches de los sentidos y del espíritu. Puede decirse, sin embargo, que también para esta tercera generación hay como una especie de gracia operante, algo como lo que se vivió, en otro plano, en la primera conversión. Circunstancias que invitan y de alguna manera propician la llegada de esa gracia son: conciencia de la propia nada, y especialmente, certeza de que el bien realizado es gloria de Dios; desengaño del mundo, especialmente de las apreciaciones que el mundo hace de la virtud, la fama e incluso la santidad de las personas; ansia ya no de erudición y conocimientos, sino de sabiduría; soledades, arideces y noches en las que toda explicación, toda virtud y todo consejo parecen resultar inútiles; sentimiento de que sólo Dios es ayuda y de que sólo él basta: hay bienes aparentes que resultan siendo males, y males que acaban resultando en bienes.

La persona deja la mayor parte de las preocupaciones. Trabaja, pero sin negligencia y sin angustia; avanza, pero sin dejadez y sin apremio, guiado por aquello de Gálatas: Amar es cumplir la ley entera (Cf. Gálatas 5,14). Se arrepiente y corrige, pero sin narcisismo, respeto humano o codicia espiritual alguna. Recibe especialmente, y en cierto modo prefiere, las injurias, soledades, oprobios o injusticias que le configuren más y más con el Crucificado. La Cruz es la gran insignia de esta etapa avanzada. El único temor que queda en el alma es desagradar a Dios. La única búsqueda profunda del corazón se puede resumir en la divisa: nada de lo creado y todo el Creador.

Contamos con una preciosa invitación a este estado de santidad en lo que nos dice el apóstol Juan:

“Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él.

En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo, como Salvador del mundo.

Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en que tengamos confianza en el día del Juicio, pues como él es, así somos nosotros en este mundo. No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; y quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor” (1Jn 4,7-19a).

Estamos pues hablando de la etapa mística. San Juan de la Cruz, entre otros grandes de la santidad, nos ha dejado retratos preciosos de las experiencias propias de esta etapa. ¿Cómo no recordar aquí su Noche oscura?

“En una noche oscura, con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura! Salí sin ser notada estando ya mi casa sosegada.
A oscuras y segura, por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!, a oscuras y en celada, estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa, en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa, sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía.
Aquésta me guiaba más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba quien yo bien me sabía, en parte donde nadie parecía.
¡Oh noche que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada!
En mi pecho florido, que entero para él solo se guardaba,
allí quedo dormido, y yo le regalaba, y el ventalle de cedros aire daba.
El aire de la almena, cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena en mi cuello hería y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado” (San Juan de la Cruz)

La imagen del mundo que tiene una persona en tercera generación, que vive como embriagada de Dios, es una imagen como por sustracción: No atrae, ni repele, ni convence, ni asusta, ni entusiasma, ni decepciona.

“El mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo” (Gálatas 6,14)

El mundo sólo es visto positivamente como objeto de la piedad divina y alegoría de las realidades superiores.

Para estos santos, casi no hay en ellos “imagen” de Dios. En cierto sentido, este creyente prefiere que no la haya; no la busca; se diría que no la necesita. No rechaza tampoco las imágenes físicas, artísticas o teológicas, pero comprende como por instinto la distancia entre el Dios verdadero y cualquier palabra, elogio, imagen, teología o razonamiento nuestro. Si algo se ve obligado a decir, utilizará el símbolo, la analogía y la poesía.

Al contrario de lo que podría pensarse, el verdadero místico cristiano se siente Iglesia, y no puede hablar ni oír hablar de la Iglesia sin sentirse profundísimamente aludido. Porque la Iglesia es para él ese Pueblo de Dios que peregrina; es el Cuerpo llagado y glorificado de Cristo, y el Templo Santo del Espíritu Santo. ¡Es la Viña, Esposa y Ciudad del Cordero!

La visión que tienen de ellos mismos es muy peculiar. Hombres y mujeres se reconocen femeninos ante Dios. Hablan de una especie de pasión (más firme, honda y consecuente que el simple enamoramiento) por Él, hasta no poder apasionarse ni casi pensar en algo distinto. “Como el pez en el agua y el agua en el pez”, dice Santa Catalina de Siena.

Su lenguaje se vuelve oscuro, paradójico, exagerado o sospechoso para los que no están viviendo una experiencia semejante. Esto sucede tal vez porque el área dominante en el alma es la voluntad pasiva; el “centro del corazón”; la “íntima recámara”; el “beso de Cristo”; la “centella del alma”.

Su lenguaje propio está casi todo tomado del lenguaje esponsal: Dios es el Amado y el alma es la amada (Cf. Cantar de los Cantares); Jesús es el novio que habrá de venir (cf. Mt 25,1); la Iglesia se engalana y embellece como novia para Cristo (Cf. Apocalipsis 21,2). Como una especie de “abandono en el amor”, tal cual. No hay otra búsqueda en estos santos que la voluntad de Dios: en los pensamientos, palabras y obras; en lo privado y lo público; en lo conocido y lo ignoto; en el pasado, presente y futuro. Nada pretenden sino la gloria de Dios en el bien de la Iglesia y la salvación del mundo. Su santidad es la santidad del hijo, que lleva en su corazón el beneplácito de su padre.

Y por supuesto el final de esta etapa es ¡el cielo mismo! La duración propia de esta etapa cubre hasta la muerte. Propiamente, de esto se muere: de la necesidad de una última generación, ya para la eternidad.
Nadie, desde luego, debe envanecerse, ni pensando que ya llegó a esta etapa cuando no ha llegado, ni pensando que podrá perseverar por el solo hecho de haber arribado. Más bien, lleno de gratitud ha de volverse a las palabras que Cristo regaló en el Evangelio:

“No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Juan 15,15).

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