El Imperio Romano se extendía en Europa, África y Asia sobre pueblos de temperamentos y civilizaciones sumamente diversos. Junto a la lengua latina oficial, se daba una gran multiplicidad de lenguas. Todos los paganos daban culto a los dioses de Roma, que eran los del Imperio, pero también honraban los dioses propios de su país. En aquella enorme heterogeneidad solamente se había producido una cierta homogeneidad moral entre las clases superiores de la sociedad imperial. Pero el pueblo, salvo en algunas ciudades más cosmopolitas, seguía siendo pueblo, arraigado en sus hábitos, tradiciones, idiomas y supersticiones peculiares. Un doctor alejandrino podía entenderse con un poeta o filósofo de Atenas o de Roma. Pero un aldeano celta y un montañés de Frigia apenas hallarían una idea o una palabra en común con que comunicarse.
La rápida difusión del cristianismo en medios tan diferentes, y aún hostiles a veces entre sí, adaptándose tanto a las inteligencias más cultivadas como a las más toscas, conquistando al mismo tiempo a los griegos de la brillante Jonia o a los indígenas de la brumosa Bretaña, no habiendo para él «ni griego ni bárbaro» [Col 3,11] es un hecho histórico para cuya explicación no bastan las leyes ordinarias, sobre todo si se tiene en cuenta que este desarrollo se logró en medio de obstáculos y persecuciones, y que, como dice Tertuliano, cada nuevo creyente era un candidato al martirio. Y esta historia prodigiosa, por otra parte, no sería completa si limitáramos nuestra atención al cuadro único del Imperio Romano.
En efecto, es cosa admirable que Roma, que siempre procuró impedir la difusión del cristianismo, la favorecía sin quererlo. Las grandes vías militares que llegaban a lejanísimas regiones, las calzadas de granito que atravesaban tanto los arenales de Siria como los bosques de las Galias, servían para el paso de las legiones, pero también facilitaban el viaje de los misioneros.
«Gracias a los romanos -escribe San Ireneo- goza de paz el mundo, y nosotros podemos viajar sin temor por tierra y por mar, por todos los lugares que queremos» (Adv. Hæres. IV,30). Y cincuenta años después, Orígenes: «La Providencia ha reunido todas las naciones en un solo Imperio desde el tiempo de Augusto para facilitar la predicación del Evangelio por medio de la paz y la libertad del comercio» (In Jos. hom. III).
Pero los apóstoles de la nueva fe no gozaban de estas ventajas cuando salían de las regiones tuteladas por Roma para predicar la fe a naciones independientes, enemigas a veces del Imperio. Y sin embargo, ya desde mediados del siglo II y sobre todo en el III, se intentó hacerlo, y de hecho se extendieron notablemente las fronteras del cristianismo.
Estas misiones exteriores, lógicamente, no partían sino de regiones en las que estaba la fe muy extendida y la población cristiana era muy densa. Esto explica que el cristianismo en Europa apenas traspasase las fronteras del Imperio. Por ejemplo, en las provincias fronterizas, tanto del Rhin como del Danubio, es donde más tardaron en establecerse comunidades cristianas. Y por ser éstas menos numerosas y pujantes, ocupadas en su propio crecimiento, tuvieron menos posibilidades de irradiar al exterior. Y de modo semejante, en la Europa occidental, las fronteras militares limitaron durante largo tiempo la extensión del cristianismo.
Hay en todo esto otro obstáculo importante para la difusión de la fe. Una superstición extranjera ha contagiado las regiones situadas en los límites del Imperio, llevada por funcionarios, esclavos y soldados. En todos los campamentos fronterizos del ejército romano, en Germania, a lo largo del Rhin, en Bretaña, en Panonia y Dacia, en las llanuras regadas por el Danubio, el culto de Mithra alza sus monumentos, cava sus grutas, como si hubiera de proteger así al Imperio Romano del empuje de los bárbaros, y alejar de este modo a los bárbaros de la gracia del cristianismo. Estas supersticiones procedentes del Oriente son el culto preferido de las legiones romanas, y vienen a imponerlas a las poblaciones donde se asientan.
Las iglesias de África hallan para difundir la fe otros obstáculos. Han tenido fuerza para vencer las supersticiones autóctonas, pero se ven frenadas por la doble barrera del Atlas y del desierto. En el siglo II llegan a los gétulos, pueblos del Sahara y del Oeste del Atlas, casi independientes; pero se les escapan los pueblos nómadas del Mediodía, movedizos y ligeros como las arenas llevadas por el viento. Más urgente es para estas iglesias evangelizar el Oeste, la Mauritania, que pese a sus campamentos militares y obispados, apenas llegan a ser romanas y cristianas.
Mayor fuerza difusora de la fe tendrá el cristianismo en Egipto. Va más allá de los límites del Imperio, hacia Syene, en la primera catarata del Nilo, desciende a Etiopía, avanza a lo largo del río y del mar Rojo, hasta el desfiladero de Aden, y probablemente hasta el Yemen.
Según refiere Eusebio de Cesarea, el primer impulso misionero partió de Panteno, fundador de la célebre Escuela de Alejandría. Dejó su cátedra y se fue a llevar la fe a la India (Hist. Eccl. V,10,3), es decir, en el lenguaje del tiempo, muy probablemente al sur de Arabia, donde había muchas colonias judías.
Pero es en el Asia romana donde la fe evangélica halló durante tres siglos un potente foco de irradiación en todas las direcciones. Sus misioneros, sus viajeros circunstanciales, incluso sus cautivos llevaron la fe entre los bárbaros.
A mediados del siglo III los Godos, que viven entre el Danubio y el Dniester, son evangelizados por prisioneros por ellos capturados en la invasión de Capadocia. Hay escasas noticias de que la fe llegó de Bitinia y del Ponto al Quersoneso Táurico -Crimea-, al norte del Mar Negro. Al Este de Capadocia se consiguió convertir al cristianismo a la Gran Armenia independiente, por obra especialmente de Gregorio el Iluminador. Él convirtió a la fe al rey Mitridates II, y tras él fue toda la nación. La primera guerra de religión de que nos habla la historia fue la que en el 313 Maximino Daia declaró contra Armenia por haber abrazado el cristianismo. La cruz y el sentimiento nacional dieron la victoria a los armenios.
Aún más poderoso y extenso es el avance del cristianismo hacia el Asia Central. Sobre todo desde mediados del siglo II, la fe ya arraigada en las ciudades del Oeste desde el tiempo de los apóstoles, se difunde con fuerza hacia el Este, por las fronteras orientales del Imperio. Sigue el camino de las caravanas, recorriendo el camino inverso al que llevó a los Magos a la cuna del Redentor.
Desde Antioquía la fe conquista primero el diminuto reino de Osrhoene, en la orilla izquierda del Éufrates, y especialmente su capital, Edesa, se llena de cristianos. Ya en el siglo II tiene allí la Iglesia una versión siríaca del Antiguo y del Nuevo Testamento. A fines de ese siglo se reúne allí un concilio regional. A pesar de que Caracalla anexiona el reino al Imperio, Edesa se mantiene como foco ardiente de evangelización, extendiendo la fe en Mesopotamia y por todo el Imperio Persa. A mediados del siglo III había en Mesopotamia iglesias tan florecientes como las del Asia Menor, y en la última persecución, la de Diocleciano, dieron un gran número de mártires.
Las autoridades de Persia permiten predicar la fe cristiana, tanto más cuanto ésta es perseguida en el Imperio romano. Pero estas buenas disposiciones cesan cuando el Imperio se convierte al cristianismo. Y Constantino ha de escribir al rey Sapor, solicitando protección para «las innumerables iglesias de Dios» y «las miríadas de cristianos» que vivían en aquellos Estados (Eusebio, De vita Constantini IV,8).
Cuando se reanudan las hostilidades entre Roma y Persia, se desencadenará en ésta una terrible persecución contra los cristianos, sospechosos de complicidad con Roma. Esta persecución duró cuarenta años (339-379), más tiempo que ninguna de las persecuciones romanas. Pero el cristianismo era allí tan fuerte que los torrentes de sangre derramada no bastaron para apagar la antorcha de la fe.
Según Sozomeno el primer golpe de persecución produjo dieciséis mil mártires, cuyos nombres se consignaron, y otros muchos más anónimos (Hist. Eccl. II,14). Las Pasiones de mártires que nos han llegado se refieren a cristianos de Babilonia, Caldea, Susania, Adiabene.
Otros lamentables acontecimientos frenaron el ímpetu expansivo del cristianismo en Persia. Pero aquella gran difusión primera del Evangelio en Persia, en la segunda mitad del mundo antiguo -«el segundo ojo del universo», como le dijo un embajador persa al emperador romano-, muestra claramente la potencia del cristianismo para implantarse en pueblos tan extraños a las costumbres sociales de Roma o a la cultura de Grecia.
Las herejías, sin embargo, en el siglo V, extenuaron la Iglesia en Persia, y las invasiones musulmanas del VII acabaron de abatirla.
El cristianismo en el campo
Para conocer mejor la sociedad en que vivieron los mártires, consideremos la situación del cristianismo en el campo.
Cuando Plinio escribe al emperador Trajano acerca de la gran difusión de la fe cristiana en Bitinia, le informa que no solamente ha invadido las ciudades, sino también las aldeas y campos (Epist. X,26). Él sabía que el cristianismo se había implantado primero sobre todo en las ciudades. En ellas era donde por el comercio se habían formado colonias judías, que era el ambiente más favorable para la primera predicación cristiana. También en ellas se encontraban los paganos más cultos, los más desengañados a menudo del culto a los dioses. Por eso, para que el cristianismo hubiera podido extenderse a los campos, penetrando el alma de gente campesina, era preciso que hubiera adquirido ya una gran fuerza. Esto es lo que sorprender y alarma a Plinio, legado imperial en Bitinia.
En varias otras regiones de Occidente, en cambio, la fe tardó en proyectarse fuera de las ciudades. Especialmente en las Galias, donde en tiempos de San Martín, en el siglo IV, todavía la superstición domina las zonas rurales del centro, y donde en las zonas del norte y del este no se alcanzó a vencer la idolatría hasta los siglos V, VI y VII.
La misma situación se daba en el norte de Italia, entre los Alpes y el Po, donde campesinos montañeses todavía causarán mártires a fines del siglo IV y aún en el V. En ese tiempo se mantienen, contra las leyes vigentes, las estatuas de los dioses en la Liguria, donde sacerdotes rurales siguen ofreciendo sacrificios ante los ídolos y continúan leyendo el porvenir en las entrañas de sus víctimas.
Otra era la situación en la Italia del centro y del sur, donde abundan tanto las sedes episcopales que en el siglo III se hallan obispos que más que obispos parecen aldeanos (Carta de San Cornelio recogida por Eusebio en Hist. Eccl. VI,43, 8). También esto ocurre en el África del norte, donde los obispados eran aún más frecuentes que en Italia. En el siglo IV hay obispados hasta en algunas heredades (fundi) habitadas por cristianos.
En la crónica de unos mártires conocemos un caso de éstos. Los aldeanos cristianos de la possessio Cephalitana, de la Proconsular, son convocados por el procónsul ante el magistrado. «¿Sois cristianos? -Sí, lo somos. -Los piadosos y augustos emperadores, les dice el procónsul, se han dignado darme orden de convocar a todos los cristianos e invitarlos a ofrecer sacrificios a los dioses; y quienes rehusen y desobedezcan serán castigados con diversos tormentos». Todos los aldeanos de la posesión, con sus diáconos y clérigos, cedieron a esta exigencia por el temor. Solo dos muchachas, que no habían comparecido y que fueron denunciadas, se negaron a apostatar de su fe y sufrieron valerosamente el martirio (Passio SS. Maximilæ, Donatillæ et Secundæ).
En Egipto, las zonas rurales estaban muy pobladas de cristianos. En pocos países irradió tanto a los campos la fe desde las ciudades. Incluso los aldeanos paganos eran muy favorables a los cristianos, y les ayudaban en las persecuciones.
San Dionisio de Alejandría cuenta en una carta su fuga, prisión y libertad. Al enterarse un cristiano de que el obispo había sido detenido, huye él también, y en el camino encuentra un aldeano que se dirige a una boda. Allí dan cuenta de lo que sucede, y todos se levantan de la mesa, corren a la aldea en que los soldados tenían preso al obispo y les obligan a liberarlo. Dionisio se niega a aceptar una libertad obtenida tan violentamente, pero los aldeanos le sujetan, le suben en un asno y se lo llevan libre (Eusebio, Hist. Eccl. VI,40).
El cristianismo, efectivamente, se extendió mucho en las zonas rurales de Egipto. Por eso hubo tantos campesinos mártires en la persecución de Decio.
Varias regiones del Asia Menor, como ya vimos, estaban completamente evangelizadas en el tiempo de las persecuciones. Conocemos el informe de Plinio sobre Bitinia. En el Ponto, en Frigia, eran muchas las comunidades cristianas rurales. En la Armenia Menor muchas aldeas tenían presbíteros y diáconos. En Capadocia, Celesiria, Cilicia, Isauria, Bitinia, en todo el Oriente, se inicia en el siglo III la institución de los corepíscopos, obispos rurales encargados de representar y suplir al obispo cuando su diócesis es tan grande que apenas alcanza a ejercer normalmente su ministerio fuera de la ciudad.
El cristianismo en las ciudades
Recordemos la situación del cristianismo en las ciudades poco antes del fin de las persecuciones. Un testimonio precioso lo da en el año 311 el mártir Luciano, director de la escuela exegética de Antioquía, en Nicomedia, ante el emperador Maximino, defendiendo el cristianismo:
«Casi la mitad del mundo, ciudades enteras, urbes integræ, prestan ya adhesión a la verdad. Y si este testimonio te pareciera sospechoso, pregunta a la muchedumbre de los campesinos, que no sabe mentir, y te dará testimonio de esto que digo» (Rufino, Hist. Eccl. IX,6).
En Edesa, dice Eusebio, no se adoraba más que a Cristo (Hist. Eccl. II,1,7). Y lo mismo ocurría en Apamea de Frigia. El filósofo Porfirio, furioso adversario del cristianismo, explica amargado la epidemia que sufre una ciudad por el abandono de los dioses antiguos:
«Ahora os extrañáis de que la enfermedad haya invadido la ciudad desde hace tantos años, cuando ni Esculapio ni ningún otro dios tienen entrada en ella. Desde que Jesús es honrado, nadie ha recibido beneficio público de los dioses» (cit. Teodoreto, Græc. affect. curatio 13).
Al encontrar ciudades enteras convertidas al cristianismo, el esfuerzo de los perseguidores, una de dos, o retrocedía ante la resistencia pasiva de la población o acudía no a la aplicación de las leyes, sino a una operación de guerra abierta contra estas ciudades rebeldes. Así sucedió, por ejemplo, en una ciudad de Frigia, de la que no se conoce el nombre:
En febrero del 305, esta ciudad completamente cristiana fue atacada por un reducido ejército. De nada valió que se prometiese respetar la vida de quienes voluntariamente la abandonaran, pues ninguno de los sitiados aceptó el ofrecimiento, ya que equivaldría a la apostasía. Dejaron que entraran los soldados dentro de sus muros, pero al ser intimados a que ofrecieran sacrificios, se negaron todos. Se les encerró entonces en la iglesia principal -que subsistía, a pesar de los edictos contrarios-, y los soldados la incendiaron. Toda la población, incluidos el curator y los magistrados, murieron entre las llamas invocando a Jesucristo (Eusebio, Hist. Eccl. VIII,11; Lactancio, Div. Inst. V,11).
En Occidente habrá que esperar más tiempo hasta encontrar ciudades enteramente cristianas. Prudencio cita a Zaragoza, en España, cuyos habitantes a fines del siglo IV eran católicos (Peristephanon IV,65). Pero desde comienzos del siglo III es ya patente la implantación de los cristianos en las ciudades. No es fácil dar números, pues apenas se hallan en los escritos antiguos. Pero algunos testimonios nos indican esta realidad claramente.
En 197, Tertuliano: «Somos de ayer, y ya lo llenamos todo: vuestras ciudades, vuestras casas, vuestras fortalezas, vuestros municipios, los consejos, los campos, las tribus, las decurias, los palacios, el senado, el foro. Solamente os dejamos vuestros templos [...] Si nos separásemos de vosotros, quedaríais aterrados de vuestra soledad, de un silencio que semejaría el estupor de un mundo muerto» (Apol. 37).
El 212, en carta escrita a Scápula, procónsul de África, defiende a los cristianos con términos semejantes, hablando de «la inmensa muchedumbre» de cristianos, exaltando «la divina paciencia» de aquellos hombres que, «siendo ya la mayor parte de cada ciudad», viven en la sombra silenciosamente, dándose a conocer solo por sus virtudes (Ad Scapulam 2). Y sigue argumentando: «¿Qué harás con tantos millares de hombres y mujeres de toda edad y condición, que vendrán a ofrecer sus brazos a tus cadenas? [...] ¡Cuáles serían las angustias de Cartago si decidieras diezmarla, y cada uno hubiera de reconocer entre las víctimas a parientes, a vecinos de la misma casa, quizás a hombres y mujeres de tu categoría, parientes o amigos de tus amigos!» (ib. 5).
Cartago entonces, con Roma y Alejandría, estaba entre las primeras capitales del Imperio. Y Roma, hacia el 250, tiene ya una organización eclesiástica completa. Son veinticinco ya los tituli o iglesias parroquiales. Las obras de caridad y de asistencia están ya organizadas. El Papa Ponciano establece siete regiones eclesiásticas superpuestas a las catorce regiones civiles de Roma, poniendo al frente de cada una un diácono, para cuidar de los pobres y de los bienes de la Iglesia.
Uno o varios cementerios están adscritos a cada una de estas regiones. Y los centenares de kilómetros de galerías excavadas como catacumbas bajo la Ciudad Eterna, una red inmensa, dan testimonio patente del número y poder de los cristianos en la época, ya que necesitaban tan gran espacio para sus enterramientos, y éstos en ocasiones estaban adornados con preciosos mármoles, decoraciones y pinturas.
Hacia el 250 había en Roma cuarenta y seis sacerdotes, siete diáconos, siete subdiáconos y cincuenta y dos entre exorcistas, lectores y ostiarios. Los fondos de la comunidad asistían a mil quinientas personas, entre viudas, enfermos y pobres, matriculados de modo permanente (Eusebio, Hist. Eccl. VI,43).
Siglo y medio más tarde, San Juan Crisóstomo dice que en Antioquía eran cien mil los cristianos, de los que tres mil eran pobres (In Math. hom. LXXX; LXVI,3). Si se calcula la misma proporción, eso significa que en Roma había unos cincuenta mil fieles, es decir, una vigésima parte aproximadamente de la población total; proporción sin duda menor a la de los cristianos en las ciudades africanas o de las provincias asiáticas.
En cincuenta años, sin embargo, el número de cristianos creció mucho en Roma. Eusebio narra que en 307 Majencio, al usurpar la púrpura imperial, «fingió que profesaba la fe cristiana para adular al pueblo de Roma» (Hist. Eccl. VIII,14, 1), lo que indica que el pueblo cristiano era ya entonces muy numeroso e importante.
Harnack opina que entre 250 y 307 el número de los fieles en Roma se ha duplicado, si no cuadruplicado. Habría, pues, unos cien o doscientos mil.
Eso explica en parte que cinco años más tarde, al entrar Constantino en Roma con la cruz de Cristo en sus banderas, colocándola también sobre los edificios públicos, no hubiese protesta alguna. Los paganos aristócratas eran demasiado cortesanos para levantar la voz, y el pueblo era favorable al cristianismo.
Intensa vida cristiana en Roma
Es impresionante el profundo influjo del cristianismo en todas las grandes ciudades del Imperio Romano, la fuerza espiritual que muestra para marcar con nuevos rasgos la fisonomía de cada una de ellas, en todo su conjunto de tradiciones, instituciones y costumbres.
Alejandría se ve renovada por la floreciente escuela catequística de figuras como Panteno, Clemente, Orígenes. Antioquía, ciudad comercial, sensual, frívola, se reviste de una nueva dignidad con sus grandes y sabios obispos, su escuela bíblica, sus concilios. Jerusalén, que se había reducido casi a una nada, se convierte en centro de estudios en el siglo III. Cesarea de Palestina viene a ser otro foco cultural cristiano, casi una segunda Alejandría. Cesarea de Capadocia brilla con la luz de sus grandes doctores teológicos. Cartago, sobre todo desde San Cipriano, se hace capital del África cristiana e irradia su luz a todas las iglesias.
En fin, la Roma cristiana, lejos de verse confinada a la oscuridad de las catacumbas, aplastada por la pesadumbre del poder político, dirige y anima todo el mundo civilizado y lleva su influencia hasta el interior del mismo mundo bárbaro.
Las relaciones que en ese tiempo mantiene Roma con las otras iglesias son muy activas. Sus pastores les escriben cartas y son frecuentes sus intervenciones en temas dogmáticos o disciplinares. Desde que nació, la iglesia de Roma se siente universal.
En el siglo I, Clemente Romano escribe a los cristianos de Corinto, llamándoles a la paz y la concordia. Intervenciones semejantes vemos en otros obispos de Roma en los primeros siglos. San Ignacio de Antioquía escribe a los romanos: «vosotros tenéis la primacía de la caridad» eclesial (Rom 1). De Roma parten misioneros celosos del cristianismo, a imitación de Pedro y Pablo. Y apenas hubo en la Iglesia de entonces persona célebre que no visitase Roma.
San Policarpo llega a ella de Esmirna; San Ireneo, una vez de Esmirna y otra de Lión; el historiador Hegesipo vino de Palestina; el samaritano San Justino estableció en Roma escuela de catecismo; el frigio Albercius vino de Hierápolis; el apologista Taciano desde Asiria; Tertuliano vino de Cartago; Orígenes llegó desde Alejandría, y así tantos otros. También los herejes acudieron a Roma: Marción, Cerdón, Praxeas, Prepón, Noeto, Sabelio, Teodoto...
Es indudable que la Roma cristiana, durante los tres primeros siglos, por su actividad eclesiástica e intelectual, era un centro apenas inferior a la Roma pagana y civil.
Intensa vida cristiana fuera de Roma
Una actividad epistolar y caritativa semejante se da en aquel tiempo en otras iglesias.
Camino del martirio, San Ignacio de Antioquía escribe a los hermanos de Efeso, Magnesia, Tralles, Roma, Filadelfia, Esmirna y al obispo Policarpo. Éste escribe a la iglesia de Filipos, en Macedonia. Los de Esmirna envían una carta circular sobre el martirio de su obispo Policarpo. Las iglesias de Lión y Viena envían la crónica de sus mártires a las iglesias de Asia y Frigia. Ireneo escribe al Papa Víctor sobre la fecha de la Pascua. Orígenes mantiene correspondencia con casi todos los personajes principales de su tiempo. Las cartas de San Cipriano, obispo de Cartago, nos muestran la relación de su iglesia con los Papas Cornelio, Esteban y Sixto, con obispos de las Galias y de España, y con todas las de África.
Todavía expresa más la profunda relación entre las iglesias de la época la frecuencia de las asambleas conciliares.
En el siglo II, hay concilios en Asia a causa del montanismo; en Roma, Palestina, el Ponto, en Galia, Osrhoene, Corinto, sobre la fecha de la Pascua; setenta obispos se reúnen en Cartago para dilucidar el tema del bautismo administrado por herejes. En el siglo III hay dos concilios en Frigia, dos en Alejandría, uno de noventa obispos en Lambesa, Numidia; en 251, sesenta obispos se reúnen en concilio en Roma; entre 264 y 269 hay tres concilios en Antioquía, hacia el 300 uno en Ilíberis, España, con más de cuarenta obispos... Y cuántos otros concilios debieron celebrarse, que nos son desconocidos, pues, concretamente en Oriente y en África, los obispos de cada provincia solían reunirse anualmente.
Si miramos sólo la provincia proconsular de África, comprobamos que únicamente durante el episcopado de San Cipriano se celebró un concilio en primavera del 251, quizá otro en otoño; en el 252 se reunieron cuarenta y dos obispos, setenta a fines del 253, treinta y siete en el 255, setenta y uno en el 256, y ochenta y siete en septiembre del mismo año.
En toda esta vitalidad de la Iglesia de aquellos años hay algo de extraordinario. Se engaña totalmente quien imagina que, en aquellos turbulentos siglos, en que la persecución, aunque no continuamente declarada, era una espada siempre pendiente sobre la Iglesia, ésta permanecía como soterrada, atenta sobre todo a esquivar los golpes que le amenazaban. A veces los paganos calificaban al pueblo cristiano de tenebrosa et lucifuga natio (Minucio Félix, Octavio 8), pero sólo era así en su imaginación. En realidad la Iglesia vivía a la luz del sol, y nunca se configuró como sociedad secreta, como bien lo muestran los datos que acabamos de recordar.
Aquellas asambleas conciliares tan frecuentes, que exigían tantos viajes y movimientos de muchas personas, no podían pasar inadvertidas. Y más si se tiene en cuenta que desde el establecimiento del Imperio habían cesado casi por completo en el mundo romano las agitaciones de la vida pública. Solamente en los concilios cristianos se debatían con ardor cuestiones doctrinales o disciplinares de alcance a veces universal.
Sin embargo, es cosa digna de notar que, según parece, nunca estas asambleas conciliares fueron turbadas por la autoridad romana que, aunque inexorable tantas veces con los cristianos, guardaba un respeto para sus reuniones, sin duda a causa de la gran vigencia en el Imperio del derecho de asociación.
En fin, el cuadro que hasta aquí hemos trazado ha de ayudarnos a entender que los mártires cristianos no salieron de un fondo inerte y abatido, de un medio estancado y muerto, sino de un ambiente exuberante de salud moral e incluso de energía física, de una vida comunitaria intensa.
http://www.gratisdate.org/fr-textos.htm
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