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jueves, 25 de octubre de 2012

Lección Tercera La legislación persecutoria Duración de las persecuciones y evolución de la situación jurídica


Entre el año 64, fecha de la primera matanza de cristianos ordenada por Nerón, y el 313, cuando se da finalmente el edicto de paz, los fieles cristianos vivieron en una atmósfera jurídica hostil tanto a la libertad de sus creencias como a la seguridad de sus personas y bienes.
No son, pues, como suele decirse, tres siglos de persecución, sino dos y medio, más exactamente, doscientos cuarenta y nueve años. En ese largo transcurso de tiempo se sucedieron a la cabeza del Imperio Romano emperadores de muy diverso espíritu y condición. No fue un tiempo de ininterrumpida persecución. Hubo calmas en la tempestad, y horas de tregua en la guerra.
Tratando de hacer estadística, que no es fácil en esto, parece que se puede afirmar que la Iglesia sufrió persecución 6 años en el siglo I, 86 en el II, 24 en el III, y 13 en el siglo IV. Por tanto, fue perseguida durante 129 años, y gozó de relativa paz durante 120: 28 en el I, 15 en el II, 76 en el III.
Apenas es posible hacer sobre este tema afirmaciones exactas, pues en un mismo tiempo la situación de la Iglesia pudo ser muy distinta en unos y otros lugares del Imperio; pero sí puede decirse en términos generales que desde Nerón a Constantino pasa la Iglesia tantos años de persecución como de precaria paz.
En los dos primeros siglos los cristianos, al menos teóricamente, viven siempre en estado de proscripción continua. En el siglo III la suerte de los cristianos depende del capricho de los sucesivos emperadores. Y al comienzo de la cuarta centuria la persecución es al principio general, y después local, según las provincias.
Consideraremos, pues, las cambiantes situaciones jurídicas del cristianismo en tres fases: primera, los 36 últimos años del siglo I y todo el II; segunda, el siglo III; tercera, los doce primeros años del siglo IV.
Los 36 últimos años del siglo I y el siglo II
-El «Institutum neronianum». Cuando en el Imperio los cristianos comienzan a ser diferenciados de los judíos, quedan fuera de la general tolerancia con la que los romanos amparaban a todas las religiones. Cae entonces sobre ellos un absoluto edicto de proscripción: «que no haya cristianos» -christiani non sint-. Tal edicto se atribuye a Nerón, y Tertuliano lo llama institutum neronianum (Apol. 5; Ad nat. I,7). La excusa pudo ser el incendio producido en Roma, que Nerón imputa calumniosamente a los cristianos. Una terrible carnicería se produce contra ellos en agosto del año 64 (Tácito, Annal. XV, 44). No conocemos los nombres de los mártires.
-Rescripto de Trajano. Al principio del siglo II la legislación contraria a los cristianos se concreta más y, en cierto sentido, se atenúa. Por el año 112, cuando Plinio el Joven llega a Bitinia como legado imperial, poblada entonces de cristianos, se ve asediado por las denuncias de los paganos contra ellos, y consulta con el emperador Trajano. Éste le responde con un rescripto imperial de suma importancia. Aunque al parecer trata de resolver un problema concreto, su norma se hizo general y perdurable a lo largo del siglo II:
-Los cristianos no han de ser buscados ni perseguidos de oficio (conquirendi non sunt).
-Han de ser condenados aquéllos que, acusados regularmente, se reconozcan cristianos (si deferentur et arguantur, puniendi sunt).
-Y han de ser absueltos los que declaren no ser cristianos o abjuren de su fe, dando pruebas de su apostasía con algún acto de idolatría (qui negaverit se christianum esse, idque reipsa manifestum fuerit, id est supplicando diis nostris, quamvis suspectus in præteritum, veniam ex poenitentiam impetret).
La primera parte de este edicto no hace sino repetir antiguas reglas jurídicas. Entre los romanos, salvo casos especiales, nadie era condenado si no había algún acusador que llevase al reo ante el tribunal competente. De este modo la paz pública, también en el caso de los cristianos, no se vería perturbada por denuncias anónimas.
La segunda parte del edicto constituye, en cambio, una verdadera innovación, pues se subordina la absolución o la condenación a la respuesta del acusado. Se crea así un derecho extraordinario, que a un tiempo es adverso o favorable para el acusado. Según lo que él declare de sí mismo será absuelto o condenado.
La primera parte de la norma fue reiterada por Adriano (124) y por Antonino (entre 147 y 161). La segunda fue confirmada por Marco Aurelio (177). San Justino, a mediados del siglo II, combate la norma en sus dos Apologías. Tertuliano, hacia 197, protesta igualmente contra tal disposición jurídica, también aplicada en África.
Esta ley no sufrió variación de Trajano a Marco Aurelio, y su relativa moderación cuadra bien con la dinastía antonina, que dio emperadores humanos por temperamento e inexorables por política.
Como hemos señalado, tanto Justino como Tertuliano, ponen de relieve con gran fuerza persuasiva que es absurdo no buscar a los cristianos, reconociendo así que la autoridad no los considera peligrosos, y al mismo tiempo castigarlos como culpables si, habiendo sido denunciados, confiesan su religión; sin perjuicio, al mismo tiempo, de absolverlos como inocentes si reniegan de ella.
Queda claro que se perseguía a los cristianos solamente por causa de su religión, pero no porque la profesión cristiana se considerase como presunción de crimen alguno de derecho común. Si fuera por esto último, la negación o abjuración de las creencias cristianas no hubiera sido bastante para dictar sentencia absolutoria. Y sin embargo, ésta era la norma del Imperio: la persistencia en la profesión de la fe traía la condenación del cristiano; y la apostasía ponía fin absolutorio al proceso.
Si los cristianos, según esta situación jurídicamente absurda, podían substraerse al castigo no con probar que no habían cometido crimen alguno -prueba acerca de un hecho-, sino simplemente renunciando al cristianismo -renuncia de un orden espiritual y doctrinal-, es evidente que el solo hecho de ser cristiano, el nomen christianum, y no delito alguno positivo, era lo que en ellos se perseguía.
En opinión de algunos autores, los cristianos eran perseguidos por crimen de lesa majestad. Profesando el cristianismo, en efecto, los fieles rehusaban honores religiosos al emperador, considerándolo un acto de idolatría, y de este modo infringían un derecho común, y se hacían reos de la lex majestatis.
En todo caso, es evidente que el proceso contra los mártires será siempre un proceso de religión, una excepción única y original en la historia de los procedimientos. No se cita a testigos que aporten pruebas de un hecho concreto. Tampoco el juez exige al acusado que confiese su crimen. Una sola cosa le pide: que declare que no es cristiano o que ha dejado de serlo. Con esa condición quedará absuelto. Y si se niega a hacer tal declaración, será sometido a tortura, pero no para arrancarle una confesión, no para conseguir que reconozca su culpabilidad, sino para forzarle con padecimientos a que declare que no ha sido o que ya no es cristiano.
Esto, como ya hicieron notar los apologistas, es invertir todo el procedimiento criminal.  Es el juez quien finalmente pronuncia la sentencia, pero, en último término, es el acusado el que la ha dictado de antemano, puesto que ha quedado a su libre arbitrio la absolución o la condenación, según persevere en su fe o abjure de ella.
Así sucede en todos los procesos que conocemos de mártires del siglo II -los mártires de Lión o los de Scillium, los casos de Policarpo, Justino, Ptolomeo, Apolonio-. Conforme al rescripto de Trajano, la condenación del mártir sólo se pronuncia con su pleno consentimiento.
Edictos persecutorios del siglo III
Así será siempre, hasta el fin de las persecuciones. Pero en el siglo III no queda nada de la jurisprudencia asentada en el rescripto de Trajano. En adelante no se aplica a los cristianos una ley perdida en la noche del pasado, sino que cada persecución es promulgada por un edicto especial. No estamos ante la hostilidad latente de los primeros siglos, sino ante una guerra abierta, que viene precedida de una declaración de guerra, sin perjuicio de que más tarde, pasado un tiempo, se termine por cansancio del perseguidor, por cambio de reinado o por tregua voluntariamente consentida.
Esta nueva fase de la lucha contra la Iglesia implica una transformación del procedimiento. Los magistrados, en vez de esperar, según la norma romana, que un acusador por su cuenta y riesgo proceda contra un cristiano, como en el régimen anterior, son obligados ahora a buscar a los fieles para obligarlos a abjurar.
El antiguo conquirendi non sunt se ve sustituido por un conquirendi sunt et puniendi: sean buscados y castigados. Aquellos que se nieguen a abjurar de su fe serán condenados no por transgredir una ley antigua, sino por desobedecer un edicto reciente. Y como no se busca castigar a los cristianos, sino obligarles a que dejen de serlo, solamente incurrirán en castigo los perseverantes; los renegados, en cambio, conforme a la antigua legislación -mantenida únicamente en este punto-, serán absueltos.
Este nuevo régimen se inicia al comenzar el siglo, imperando Septimio Severo, que después de haber sido propicio a los cristianos, cambió su favor en hostilidad declarada. Sorprendido e inquieto por la rápida difusión del Evangelio, prohibe en adelante toda nueva conversión al cristianismo (Spartianus, Vita Severi 17). Es decir, ignorando a los antiguos cristianos, o aplicándoles el derecho antiguo, ordena buscar y castigar a dos clases de fieles, a los que convierten y a los convertidos.
En Alejandría, por ejemplo, Clemente, el maestro cristiano más famoso, ha de huir, y muchos de los convertidos por él son condenados a muerte (Eusebio, Hist. Eccl. VI,1-4). En Cartago padece martirio, narrado en uno de los más bellos documentos martiriales, el grupo formado por el catequista Sáturo y sus discípulos Revocato, Felícitas, Saturnino, Secúndulo y Vibia Perpetua (Passio Perpetuæ et Felicitatis cum sociis earum).
Después de Septimio Severo y de su hijo Caracalla, en cuyos años se aplicó la legislación persecutoria, los cristianos tuvieron momentánea paz bajo los emperadores Heliogábalo y Alejandro Severo. El sucesor de éste, Maximino, renovó las hostilidades, ordenando la proscripción de los jefes de los cristianos. En su tiempo fueron deportados el Papa Ponciano y el doctor Hipólito; pero pronto la persecución se extendió también a los cristianos del pueblo. El siguiente emperador, Filipo, fue favorable a los cristianos, y quizá él mismo lo fuera.
Pero de nuevo, en el año 250, el emperador Decio desencadena una persecución que por primera vez será universal.
Decio, conservador fanático, ve a los cristianos como innovadores que ponen en peligro la civilización antigua y el orden romano social y religioso. Por eso es preciso acabar con ellos, por la intimidación, si obedecen, o por el exterminio, si se resisten a la obediencia.
Por norma imperial, todos los cristianos, hombres, mujeres y niños, en las ciudades y en los campos, en un día determinado han de reunirse para ofrecer sacrificios a los dioses, sea ofreciendo víctimas, haciendo libaciones rituales o comiendo de la carne sacrificada a los ídolos. Toda la población es convocada, y más tarde cada uno debe acreditar, por una especie de certificado, que ha participado en el sacrificio. Los que no puedan acreditarlo, son tenidos por refractarios y sometidos a persecución. Si alguno huye o se esconde, sufre la confiscación de sus bienes. Las penas aplicadas consisten en destierro, confiscación de bienes o muerte (San Cipriano, De lapsis 2-3, 8-10, 15, 24; Epist. 13,18; 69).
La persecución de Decio plantea unos procesos de índole muy particular. En ellos, más aún que en tiempos pasados, se pretende vencer la voluntad de los cristianos, doblegarlos bajo el poder romano, obligándoles a la abjuración.
Los procesos son breves a veces, no duran más de una sesión. Otras veces requieren muchas sesiones, repetidos interrogatorios, en los que el magistrado agota todos sus recursos para doblegar al mártir: la persuasión, la amenaza, la seducción, la tortura. El proceso puede así durar meses, alternándose comparecencias ante el juez y tiempos de cárcel. Como escribía entonces San Cipriano, «los que quieren morir, no consiguen que los maten» (Epist. 53).
El proceso termina cuando el juez pronuncia sentencia, vencido por la fidelidad del mártir o venciendo sobre éste, al conseguir que abjure. En la persecución de Decio la pena de muerte se aplica  más que por odio a los cristianos, por razón de Estado. Decio, al parecer, no era cruel por temperamento; era un fanático frío, que intentaba abolir del Imperio al cristianismo, no a los cristianos: él quería, en expresión de San Jerónimo, «matar las almas, no los cuerpos» (Vita Pauli eremitæ 3). Él pretendía engrandecer el Estado, arrancando miembros a la Iglesia.
La persecución de Decio hizo muchos mártires, y quizá aún más renegados. La mayoría de éstos sucumbían ante la primera prueba, accediendo a sacrificar a los dioses. Pero muy pocos de quienes comparecieron ante los jueces renegaron de su fe, pues por fidelidad a su fe, precisamente, habían llegado ante el tribunal. Felizmente, la persecución fue breve. Y en la calma que siguió a la muerte de Decio la Iglesia tuvo no poco que hacer para restablecer su unidad interior y regularizar la situación de los renegados arrepentidos.
Siete años después, la persecución imperada por Valeriano encuentra otra vez a la Iglesia fuerte y unida. Esta vez se va a procurar acabar con los cristianos no en grandes redadas, sino procediendo, con nueva táctica, gradualmente, por sectores de la Iglesia.
El año 257 un primer edicto de Valeriano se dirige contra obispos y sacerdotes, cabezas de las comunidades cristianas. Todos ellos han de rendir culto a los dioses, so pena de destierro. Junto a esto, se prohibe a todos los cristianos, bajo pena de muerte, frecuentar sus cementerios y congregarse en reuniones litúrgicas. Conocemos bien los detalles de estas normas persecutorias (Acta proconsularia S. Cipriani 1-2).
En el 258 un segundo edicto, sometido a la aprobación del Senado, acentúa la disposición del primero: todo obispo, sacerdote o diácono que rehuse sacrificar será inmediatamente ejecutado. Además, se confiscarán los bienes de aquellos cristianos que sean senadores, nobles o caballeros, y sufrirán lo mismo sus mujeres. Quedarán de este modo degradados, y podrán entonces ser juzgados como simples plebeyos: la pena de los hombres será la muerte, y la de las mujeres el destierro. Consiguiendo Valeriano el apoyo del Senado, lograba así que la aristocracia cristiana fuera proscrita por la aristocracia pagana. Más aún, el edicto se volvía contra un tercer sector, los cristianos cesarianos, es decir aquellos esclavos o libertos de la casa imperial. Si se resisten a renegar de su fe, se les confiscarán los bienes y quedarán reducidos a la condición del último de los esclavos, como siervos de la gleba (San Cipriano, Epist. 80).
Este golpe terrible de persecución mata al Papa Sixto II, a San Cipriano en Cartago, a Fructuoso y a sus diáconos en Tarragona. Menos información tenemos de los efectos de la persecución entre los caballeros y los cesarianos.
En el año 260 Valeriano es conducido preso a Persia, donde acaba su vida en ignominiosa cautividad. Y la persecución termina antes del fin de su impulsor. La Iglesia, aunque ensangrentada y doliente, sigue en pie, apenas debilitada. Por primera vez la autoridad romana había osado combatir su vida corporativa, prohibiendo sus asambleas y secuestrando sus bienes. Pero una vez más la pasión de los mártires había vencido el furor de los perseguidores.
Prisionero Valeriano, su sucesor Galieno devuelve a los obispos los cementerios y lugares de reunión. Era reconocer a la Iglesia el derecho a poseer y, por tanto, a vivir. Nunca pareció más próxima la paz de la Iglesia. Pero, lamentablemente, Galieno no tenía fuerza para imponerla. El Imperio comenzaba a disgregarse, cayendo en la anarquía de «la era de los treinta tiranos». Aquella paz sólo fue una tregua.
De nuevo Aureliano, en el 274, emite un edicto de persecución, que no causó graves daños, pues sólo vivió el emperador unos pocos meses.
Persecuciones en el siglo IV
A comienzos del siglo IV la implantación del cristianismo era ya tan grande en el Imperio que muchos funcionarios y magistrados lo profesaban públicamente. En Occidente y en Oriente se construían grandes iglesias. Y el emperador Diocleciano se mostraba benévolo con los fieles.
Pero de pronto, cambia totalmente el ánimo del emperador por influjo de Maximiano Galerio, uno de sus césares, y el viento de la persecución arrecia de nuevo.
El año 303 un nuevo edicto ordena que sean arrasadas las iglesias, que se quemen las Sagradas Escrituras, que cuantos cristianos haya constituidos en dignidad pierdan sus honores, que el pueblo cristiano, si persiste en su fe, sea encarcelado (Eusebio, Hist. Eccl. III,2). Este edicto se aplicó muy eficazmente en todo el Imperio. Y aunque no mencionaba la pena de muerte, de hecho se aplicó a no pocos cristianos, que se negaban a entregar las Escrituras santas.
Surgen nuevos edictos. En 303 se manda encarcelar a todos los jefes de las iglesias. Un tercer edicto, en el mismo año, dispone que sean puestos en libertad los eclesiásticos presos que consientan en sacrificar a los dioses; y que sean sujetos a tortura los que no acepten hacerlo. Estos tres edictos, casi seguidos, muestran hasta qué punto el Imperio temía a la Iglesia.
Un cuarto edicto es dictado en el año 304, esta vez de alcance masivo, como el de Decio. En él se dispone que «todos, en todas las regiones, en todas las ciudades, ofrezcan públicamente sacrificios y libaciones a los ídolos» (De martyribus Palestinæ 3).
Ahora, en esta persecución de Diocleciano, la guerra a los cristianos se hace total. Los procesos no muestran ya la paciencia persuasiva de los tiempos de Decio. Ésta es una guerra de exterminio, que en modo alguno pretende ahorrar sangre cristiana. Se estima que el mejor medio para destruir el cristianismo es matar a los cristianos.
Y esta novedad en el odio tiene su explicación. A mediados del siglo III todavía el perseguidor imperial representaba a la mayoría de los ciudadanos. Pero ahora paganos y cristianos son más o menos iguales en número, y en varias provincias del Asia son más los fieles. El paganismo ya no es más que un partido en el poder. Un partido y un poder que sienten amenazada su propia pervivencia. Es así como nace un régimen de Terror.
Después de la abdicación de Diocleciano, se reparte el Imperio, y cesa la persecución en Occidente. Pero en la Europa oriental, en el Asia romana y en Egipto, donde imperan Galerio y Maximino Daia, sigue produciendo estragos.
Otra vez, en el 305, un edicto ordena convocar nominalmente a todos los ciudadanos, para obligarles a sacrificar a los ídolos, echando mano de suplicios horribles. Otra vez, como dice Eusebio, se desencadena «una tempestad indescriptible» (De martyr. Palest. 4,8). Hasta se ordena a los maestros de escuela distribuir entre sus alumnos libelos anticristianos (Eusebio, Hist. Eccl. 5,1). Más aún, se emprende la tarea de renovar el paganismo siguiendo modelos tomados de la Iglesia, imitando su sacerdocio, su autoridad pastoral, sus ritos cultuales. El hambre que angustió en el 312 el Imperio y el fracaso contra el reino cristiano de Armenia debilitaron la fuerza de esta persecución, que hubiera podido ser aún más horrible de lo que fue.
Maximino era bárbaro, de origen y de costumbres, pero se mostró el más astuto y original de los perseguidores. Cincuenta años más tarde Juliano el Apóstata seguirá su modelo.
La paz de Constantino
Pero mientras Maximino se esforzaba en estos empeños, un emperador joven y victorioso, Constantino, en 312, firmaba en Milán una carta de paz religiosa definitiva. Más que una carta otorgada, de hecho fue un concordato, pues ya por entonces la Iglesia católica se alzaba fuerte y unida en casi todas partes. Aquella carta constantiniana era una reparación tardía, pero absolutamente necesaria, conveniente para el Estado y exigida por gran parte de los ciudadanos. El edicto de Milán, acatado al principio sólo en Europa y provincias africanas, pronto se extendió también como ley en el Oriente.
Se cierra así la era de los mártires, que sólo se reanudará por unos meses, por orden de Licinio, diez años más tarde, y medio siglo después durante el efímero reinado de Juliano el Apóstata, que intenta en vano un ridículo renacimiento del paganismo.

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