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sábado, 15 de diciembre de 2012

Muchos casos de lesbianismo se pueden prevenir (4 de 4)


Cuando se habla de homosexualismo–lo hemos comprobado una vez más–las reacciones suelen ser viscerales. Hubo una época en que la sola mención de la palabra despertaba burlas y amargo desprecio; hoy, por lo menos en Europa, la tendencia es juzgar todo lo que digas con el siguiente rasero: si no afirmas que da exactamente lo mismo la preferencia sexual de la gente eres un retrógrado- machista- patriarcalista- hipócrita- reprimido- homófobo- intolerante.
La defensa de los derechos de los homosexuales tiene ribetes tan emocionales en algunas personas heterosexuales que uno termina preguntándose si todo ello sucede simplemente por amor a la democracia. El trato pastoral amistoso y franco con personas homosexuales me ha abierto los ojos a una realidad: muchos afectos y relaciones hombre-mujer tienen una estructura completamente paralela a la de las relaciones homosexuales. No es ilógico suponer que cuando tantos en nuestra sociedad defienden la plenitud de derechos para los gays están quizá inconscientemente defendiendo algo que también sienten suyo, a saber, su propia manera de relacionarse, buscar afecto y tener gratificación sexual.
En efecto, una vez que el sexo queda desprendido de toda referencia a la fecundidad, escomparable a un chocolate delicioso, un simple entretenimiento, un modo de conocer facetas de las personas, un vehículo para aliviar tensiones, un juguete para adultos. El modelo mental “sexo = entretenimiento” implica que la pregunta “¿con quién?” carezca en realidad de importancia. Puede ser en solitario, en trío, en orgía, con máquinas, con animales, con gente del mismo sexo o del otro. Los juguetes son para jugar, ¿no?
Luego está el tema que Asun resumió maravillosamente en la expresión egoísmo a dos. Un tema que va bien con la soledad. El mundo, sobre todo el mundo urbano, es anónimo. Es un océano de indiferencia donde me siento hundir. ¿Qué busco? Una isla, una salvación. ¿Dónde la encuentro? En mi pareja. Consecuencia: aferrarse, como garrapata, a la pareja. Succionar su tiempo, su energía, su alegría, su capacidad de dar sonrisa y placer. ¿Y el resto del universo? Que se las apañe como pueda. Yo estoy con mi pareja. Ya encontré a alguien, ya aprendimos a “pasarla bien,” ya sabemos qué le gusta al otro. Punto.
Una lesbiana en proceso de conversión a la fe (y no muy convencida de buscar un cambio para su propia tendencia) me decía: “De mí me cansa que soy demasiado yo todo el tiempo.” Le pregunté si alguna vez había intentado regalar de su tiempo, de sus conocimientos o de sus talentos para otras personas, habiendo tantos solos y pobres en esta tierra. Me confesó que la mayor parte del día piensa solo en si llegará esa mujer especial, o si volverá la pareja que una vez tuvo. Aparte de trabajar y hacer buen dinero, esta dama no tenía más tiempo sino para soñar en su mujer. En la medida en que alguien obra así, poco monta si busca gente de su mismo o del otro sexo.
El rechazo a los hijos, como sistema de vida, tiene un efecto similar. He visto en Estados Unidos esta escena tragicómica: Una reunión de adultos. Son unas doce personas. Todos profesionales de alto rango. Gente con mucho dinero que sin embargo siente que el dinero apenas les alcanza para pagar su altísimo nivel de gasto. Entre ellos hay tres o cuatro parejas heterosexuales, de las cuales una sola tiene un niño; las demás ya anunciaron que no quieren hijos. Además, se casaron tarde en la vida, cuando ya las mujeres pasaban los 35 en todo caso. Hay también una pareja homosexual, un par de mujeres. Los ves a todos sentados alrededor de una mesa, y comparten animada charla no apta para menores. ¿Hay un aire de familia, no? ¿Hay un mismo esquema, no?
La verdad es que sin hijos en el horizonte los roles domésticos son más o menos intercambiables. ¿Por qué no habrían de serlo los roles sexuales?
Que la conclusión de estos apuntes pastorales y teológicos sobre el lesbianismo y el homosexualismo la diga Perogrullo: una sociedad atrapada en el egoísmo, la trivialización del sexo y un temor patológico a las responsabilidades propias de la fecundidad será una sociedad que hará todo tipo de experimentos con la intimidad y los afectos de sus miembros. Un gobierno al que sólo importen los votos sabrá sacar partido de esos experimentos.
La verdad, en cambio, es que hay muchas lesbianas y muchos homosexuales que no tenían que haberlo sido. Los llamados derechos que rabiosamente piden algunos de ellos y que dadivosamente les prometen gobiernos pragmáticos dejan sin tocar la raíz de una historia que por ese camino puede encontrar cierta estabilidad pero no paz. Mis oídos lo saben. Mis ojos lo han visto en sus ojos. Me traicionaría a mí, y sobre todo los traicionaría a ellos y a ellas si no escribiera lo que escribo. La base tendrá que ser respeto, caridad, escucha y mucha claridad con todos los que hoy se declaran instalados en esa opción de vida. Ello no destruye sino que afianza nuestra convicción: sólo con un alegre, resuelto y generoso compromiso por la familia cristiana podemos abrir espacios donde la vida y la sexualidad sean dones y no experimentos, ni escapes, ni herramientas de ingeniería social o dominación política.

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