Transmitir la fe con alegría
- No nos mueve el afán de popularidad, de conseguir más adeptos.
- No nos mueve la soberbia de querer que nos den la razón.
- Nos mueve –debería movernos– el amor, el deseo de que todos se salven, que encuentren a Dios y, con Él, el sentido de su vida, se pongan en camino a la plenitud, participen de la vida divina.
- Deseamos que los demás no se pierdan el amor de Dios que da sentido y plenitud a la vida.
- Queremos que el prójimo sea todo lo feliz que se pueda aquí en la tierra, y lo sea absolutamente en la eternidad.
El afán apostólico verdadero y el celo amargo
"…Pero si tenéis en vuestro corazón celo amargo y rencillas, no os jactéis ni falseéis la verdad. Una sabiduría así no desciende de lo alto, sino que es terrena, meramente natural, diabólica… la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, y además pacífica, indulgente, dócil, llena de misericordia y de buenos frutos, imparcial, sin hipocresía. Los que promueven la paz siembran con la paz el fruto de la justicia”. (Santiago 3,13–18)
“… glorificad a Cristo en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza; pero con mansedumbre y respeto, y teniendo limpia la conciencia…” (1 San Pedro 3, 13–17).
La certeza de la fe al contemplar el mundo (con el bien y el mal que contiene) provoca un celo santo vibrante y alegre. Pero también existe un peligro, ya que podría producir en nosotros un celo amargo, enojado y agresivo ante la presencia del mal. Por ello, es indispensable poner la mirada en el bien que es necesario difundir más que en el mal que se encuentra alrededor. Una visión demasiado humana del mundo, haría pensar que las cosas van mal para Cristo; que el apostolado es muy difícil, que son tiempos difíciles. Y entonces el alma, se llenaría de pesimismo, amargura, desánimo, enojo ante tantas cosas que le resultan inaceptables.
Nunca olvidar que la gracia, la fuerza de la verdad y la inclinación al bien que todos tienen, es más fuerte que la inclinación al mal. Así, el pesimismo, la añoranza, la visión negativa de los tiempos que nos ha tocado vivir, la impotencia, la frustración, el sentimiento de fracaso; son siempre una tentación, fruto de una visión sesgada de la realidad. Cristo triunfó, no fracasó. Estos tiempos (y todos los tiempos) requieren gente de fe, que se arriesgue por Dios: no lamentos estériles, pesimismos perezosos, tristezas paralizantes.
No es un tema menor. Es importante si nos ataca el celo amargo, lo sacudamos para recuperar el afán apostólico. Tenemos por lo tanto que aprender a hacer apostolado y luchar para no dejarnos vencer por la tentación del celo amargo. Al fin de cuentas, el celo amargo es una corrupción del afán apostólico. Es cuando el celo por el bien y la salvación de las almas, se corrompe en amargura y enojo por el pecado, apagando el gusto por el bien dejando sólo el disgusto por el mal.
Es una tentación muy frecuente en gente que procura ser buena: le importa el bien, sufre por el mal, lucha por el bien, es consciente del mal que el pecado hace a las almas, a las que quiere. Pero acaban siendo muy sensibles para percibir el mal por todas partes (ven todo infectado: aun los buenos tienen defectos); y se olvidan del bien. Es un celo por el bien –un impulso a realizar el bien y combatir el mal– que es malo porque obra mal: pone el énfasis en combatir el mal, y se acaba olvidando del bien.
El celo amargo no es sano, ya que donde no hay paz, Dios no está. No ayuda, normalmente estropea el apostolado. Se vence con fe, esperanza y amor. Con confianza en Dios, adoración, agradecimiento y optimismo. Las formas de explicar, hablar y comunicar el evangelio (con mansedumbre) deben confirmar el contenido del cristianismo, que es esperanza, alegría, gozo y paz.
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