La experiencia de Dios, esencialmente se refiere a una vivencia personal que básicamente es recibir un don, una entrega de Dios; es “Dios dándose” a cada uno de nosotros. Él, para realizar esto, no prescinde de nuestras facultades tales como la conciencia o la razón; pero las “adelgaza” para manifestar la fuente de todo.
Esta experiencia de Dios es razonable, es decir, presenta notas que la hacen verosímil y reclaman nuestra ratificación.
Es inconfundible, no se parece a otra experiencia, aunque no la sepamos describir con palabras.
Dios, es quien nos busca y encuentra. Y podemos captar esa Verdad por encontrarnos en una actitud que reconoce la procedencia absoluta de Dios en la relación que el hombre mantiene con Él; es lo que se denomina actitud teologal. Un descentramiento de sí mismo radical por el que se acepta la realidad de Dios como centro, como sujeto que toma la iniciativa, sujeto activo primero de cualquier relación que los humanos podamos mantener con Él.
Por eso decimos que la iniciativa de la experiencia de Dios, viene de Dios; y a nosotros nos corresponde prepararnos para “acoger” esa iniciativa divina.
El verdadero conocimiento es a través del Amor
El encuentro con Dios no es encontrarnos con un objeto. No es el fruto de un discurso o un pensamiento. Y es que Dios no es un objeto, no es un ente; ni siquiera el “Ente Supremo”. No es una abstracción, una formalidad. No hay un objeto “Dios” que experimentemos. Inclusive, Dios no es la respuesta a ninguna pregunta, eso también lo convertiría en objeto, en ídolo.
Dios es sujeto puro, sin el menor rastro de objetividad y/o materialidad. Por ello, es prácticamente una blasfemia pretender hacer caer a Dios en mi experiencia. Debemos recordar siempre que mi salvación no está en que Dios entre en mi vida sino más bien de que yo entre en la Vida de Dios.
Por lo general, cuando queremos conocer algo, salimos con la razón blandiéndola como un arma, a ver si encontramos un objeto, lo capturamos y lo aprehendemos. Es una forma de conocer y/o aprender (epistemología) que nos lleva a creer que se puede conocer sin amar. Es lo que nos ha hecho creer el mundo.
Pero dado que Dios es una subjetividad pura, que no se puede experimentar como objeto sino sólo dentro de una relación de donación entre sujetos (Dios y nosotros), para manifestarse o profundizarse, requiere de nuestro consentimiento como acogida y respuesta.
Por ello, la Presencia de Dios se manifiesta al amarlo; y sin esta actitud de amorosa acogida se hace muy difícil percibir Su presencia. Además, al no ser un objeto, Dios no tiene el grado de contundencia permanentemente accesible que presentan otros datos de realidad asequibles a nuestros sentidos corporales. Podemos constatar la presencia de una mesa, de una silla, de un olor, de un sabor, podemos percibir inclusive las ondas electromagnéticas, la temperatura, etc. Pero Dios no es localizable con ningún instrumento. Se vuelve perceptible solo al cultivar la actitud teologal.
Experiencia de Dios como presencia en relación
Así pues, la experiencia de Dios, no se refiere a experiencia de algo, de un objeto; es ante todo: estar con Él, ser con Él, vivir con Él (con-vivir). Se centra en la percepción de una Presencia en relación con nosotros, omnipresente pero nunca obvia.
En ella se experimenta que lo más profundo e íntimo de nosotros mismos nos viene dado de fuera, es una donación (es Dios). San Agustín dijo: “Oh belleza antigua siempre nueva, estabas dentro de mí y yo estaba fuera de mí.”
No es experiencia de un “soy” sino de un “somos”, o mejor aún de un “siendo juntos” sin división, pero sin confusión. Es como decir: “yo somos”, “nosotros soy”.
Dios nos integra a su propio dinamismo de amor que se entrega; respetando nuestra identidad, capacitándonos para ser nosotros mismos al máximo con Él y desde Él.
Experiencia de Dios como revelación
Cada experiencia de Dios es del Dios único como relación abierta a nosotros. Así, no soy yo “quien realiza” la experiencia de Dios sino que estoy o soy la misma experiencia.
No descubro otra “cosa” u otros “seres”; sino que descubro la dimensión de profundidad, de infinito, de libertad que hay en mi vida, en todo y todos.
Me libera de todo miedo, incluso el de la pérdida de lo que he concebido como mi “yo”. Esto porque descubro que mi identidad sólo puede existir en comunión con Dios. Es lo que describe san Pablo en Gal 2:20: Lo más profundo de mí es Cristo.
La experiencia de Dios presenta también sentimientos antinómicos y sin embargo armónicos:
Es cierta y sin embargo es oscura.
Es imperiosa de realidad pero no se impone como dato objetivo.
Es inmediata y al mismo tiempo es adquirida mediada por un signo.
Es alegría y a la vez padecimiento.
Es exultación pero también serenidad.
Es entusiasmo extático (nos arrebata) y también reconciliación instática (nos atrapa).
Es sobrecogimiento y fascinación a la vez.
Es respeto reverencial y al mismo tiempo amorosa intimidad.
Es seguridad absoluta y también exposición al máximo riesgo.
Es sentimiento de plenitud y también radical vaciamiento.
Es sentimiento de indignidad y también restablecimiento agradecido de la verdadera autoestima.
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