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domingo, 26 de octubre de 2014

Estimados obispos: Las parejas que conviven se preparan para el divorcio

Por: Massimo Introvigne.
Respecto de la relación final del Sínodo, se ha discutido mucho sobre tres párrafos –52 y 53, sobre la comunión a algunas categorías de divorciados vueltos a casar, y 55, sobre el modo de acoger a las personas homosexuales– que, no habiendo sido votados por los dos tercios de los padres sinodales, de acuerdo al articulo 26 punto 1 del reglamento del Sínodo reformado por Benedicto XVI en el 2006, no pueden ser consideradas como expresiones oficiales de la reunión sinodal.

Ha llamado menos la atención el hecho de que hay un párrafo que ha alcanzado la citada mayoría solo por un pelo, y ha pasado por sólo dos votos. Es el párrafo 41, que invita a “recoger los elementos positivos presentes en los matrimonios civiles y, hechas las diferencias correspondientes, en la convivencia”.
Desde el momento que todos somos invitados por el Papa a reflexionar y a contribuir en vista del Sínodo de 2015, podemos ciertamente decir que la expresión se presta a equívocos. No es menos cierto que los documentos deben ser leídos en su integridad. El párrafo 41 debe ser leído junto al párrafo 27, que invita a “prestar atención a la realidad de los matrimonios entre hombre y mujer, a los matrimonios tradicionales y, hechas las diferencias correspondientes, también a la convivencia.
Cuando la unión alcanza una notable estabilidad a través de un vínculo público, es caracterizada por una afecto profundo, por la responsabilidad respecto a la prole, por la capacidad de superar las pruebas, puede ser vista como una ocasión de acompañar en el desarrollo hacia el sacramento del matrimonio. En muchos casos, por el contrario, la convivencia se establece no en vista de un posible futuro matrimonio, sino sin ninguna intención de establecer una relación institucional”.
Aparece con claridad –aunque todavía quede el carácter ambiguo del n.41– que el hecho que algunos estén casados civilmente o convivan desde hace años con “notable estabilidad” y “vínculo público”, educando bien a los hijos, tiene su propio valor respecto a quien simplemente pasa sin estabilidad de una relación a otra o convive sin alguna intención “institucional” de estabilidad, por lo tanto la Iglesia considera este elemento “como una ocasión para acompañar en el desarrollo hacia el sacramento del matrimonio” y no para dejar las cosas como están.
Dejo con todo gusto a los teólogos moralistas la tarea de precisar las cosas, explicar que es el párrafo 27 el que interpreta el 41 y no al revés, y tal vez encontrar formulaciones más claras que eviten, como ha sido dicho en el Sínodo, cambiar la “ley de la gradualidad” por una indebida “gradualidad de la ley”. Pero no soy un teólogo, el espectáculo donde cualquier periodista de La Repubblica o de otros periodistas se reinventa como especialista de teología me parece un poco ridículo y quisiera dar mi contribución hablando de cosas en las que soy experto, es decir de sociología.
Empiezo por la controvertida afirmación del número 41 según la cual en los matrimonios civiles y, en menor medida también en las convivencias estables y llevadas adelante por muchos años, hay “elementos positivos”. Leyendo juntos los números 27 y 41, parece ser que los padres sinodales en su mayoría, piensan que estas formas de unión tendrán peores resultados que el matrimonio sacramental –por lo que las personas que los practican son invitadas, si tienen los requisitos y si creen, a casarse por la Iglesia– pero tienen mejores resultados que la simple convivencia efímera e inestable.
La sociología parte siempre de los números. Mi maestro y amigo Rodney Stark me ha repetido muchas veces que en sociología “el que no cuenta no cuenta”, es decir el que no cuenta los números y las cantidades cuenta poco entre los sociólogos serios. ¿Qué cosa nos dicen los números en materia de matrimonio civil y de convivencias?
Sobre todo, una obviedad. El matrimonio religioso dura más, con menos divorcios, y tiene más hijos que el matrimonio civil. Hay estadísticas también en otros países, pero en Italia la alternativa entre matrimonio en la Iglesia y en común es particularmente clara a causa de la situación legislativa. Basta leer los estudios del demógrafo Roberto Volpi para encontrar numerosas datos relativos a la mayor permanencia en el tiempo, resistencia al divorcio y fecundidad del matrimonio religioso respecto al civil.
Tratemos ahora de comparar el matrimonio –religioso o civil– y la convivencia. Aquí los opositores del matrimonio citan con frecuencia estudios marginales o referidos a campeones limitados, sin darse cuenta que existe una gigantesca fuente de datos demográficos, en los Estados Unidos, donde el U.S. Census Bureau recoge estadísticas detalladas sobre matrimonios e hijos desde hace más de cien años.
De estos datos resulta en modo inequívoco que las mujeres no casadas tienen una tasa de fecundidad más baja respecto a las mujeres casadas. Lo dicen los números, y no hay ideología que logre cambiarlos. Para limitarnos a los datos más recientes, el censo americano del 2008 resalta cómo el porcentaje de mujeres sin siquiera un hijo era de 77,2% entre las no casadas y del 18,8% entre las casadas (n.d.tdr: léase civil o religioso). El número medio de hijos por cada grupo de mil mujeres casadas era de 1784, por cada grupo de mil mujeres no casadas de 439. Los nacimientos medios al año sobre mil mujeres casadas eran 83,6, sobre mil mujeres no casadas de la misma categoría de edad 41,5.
Y el dato estadístico no es tan sorpresivo. Tener un hijo no es un simple hecho biológico. Sin proyecciones de estabilidad y seguridad para criarlo y educarlo, es más difícil que una mujer decida hoy comenzar esta aventura, y eventualmente resista a las sirenas del aborto. Desde el momento que el problema demográfico es el más grave problema cultural, económico y social de Occidente, se puede concluir que el matrimonio es un estado demográficamente preferible a toda forma de no-matrimonio.
Pero ¿qué decir de la convivencia “estables”? De los mismos datos estadounidenses, y de aquellos de otros países –pero en modo menos unívoco– se recoge que, en línea general pero no en todos lados y no siempre, las mujeres que viven en convivencia proyectadas por un cierto número de años son menos fecundas de aquellas casadas (hablamos obviamente de fecundidad social y no biológica), pero más fecundas que aquellas sexualmente activas que no están comprometidas en una convivencia regular.
Si prestamos atención a la demografía –que es un parámetro sociológico no secundario, sino fundamental– el Sínodo tiene sus razones. Las convivencias son más fecundas que los vínculos efímeros, pero menos que los matrimonios. Los matrimonios civiles son más fecundos que las convivencias, pero menos que los matrimonios religiosos.
Existe, por lo tanto, un “aspecto positivo” demográfico –insisto, como sociólogo no me ocupo aquí de problemas morales– en los matrimonios civiles, y en menor medida en las convivencias estables, respecto a una actividad sexual regular pero fuera de relaciones estables de convivencia.
Pero, atención. Hasta aquí hemos hablado de convivencias estables y proyectadas en el tiempo, es decir de parejas que viven la convivencia como alternativa al matrimonio. Totalmente diferente es la cuestión de la convivencia llamada prematrimonial, es decir aquel porcentaje de jóvenes –que en algunos estados de los Estados Unidos y que también en algunas regiones italianas aparece como mayoría– que “prueba cómo es” convivir antes del matrimonio.
Estos jóvenes no están practicando una alternativa al matrimonio, al que se declaran contrarios, a diferencias de las “viejas” y estables parejas de convivientes. No es necesario ser sociólogos para conocer jóvenes que nos cuentan que “para evitar divorciarse después” prefieren probar a convivir primero. Lo cuentan también a los sacerdotes en los cursos prematrimoniales, ya en muchas parroquias frecuentadas en su mayoría por convivientes. Es necesario ser sociólogo para responder por qué se equivocan estos jóvenes.
Si hay un dato cierto, que muestran los estudios sociológicos constantemente al menos desde hace veinticinco años, es que la convivencia antes del matrimonio no hace disminuir los riesgos del divorcio sino que los aumenta. El texto base es un famoso estudio de David E. Bloom publicado en la «American Sociological Review» en 1988.
Bloom conocía las objeciones relativas a la popularidad del matrimonio (en ese tiempo) en los Estados Unidos respecto a la más “avanzada” Europa del Norte y analizó principalmente los datos de un país en este sentido fuera de toda sospecha, Suecia.
Concluyó que las parejas que llegan al matrimonio después de haber convivido tenían una tasa de divorcio superior al ochenta por ciento respecto a las parejas que no habían convivido. Alguien podría pensar que el problema era que estos jóvenes suecos habían convivido por un tiempo insuficiente para conocerse a fondo. Por el contrario, respondía Bloom: entrando en el campeón de las parejas que habían convivido, quien había convivido por tres años y más de una vez casado, mostraba una tasa de divorcio superior al cincuenta por ciento respecto a quien había convivido por periodos más breves.
Como los datos de Bloom chocaban con la opinión común, muchos investigadores han buscado desacreditarlo repitiendo su análisis decenas de veces con campeones de diversos tipos. Con muy pocas excepciones -a su vez criticadas y criticables sobre el plano metodológico– las investigaciones no han desmentido sino confirmado los resultados de Bloom. Con una distancia de veinticinco años el dato aparece como confirmado.
La mayoría de los sociólogos no se pregunta más “si” la convivencia prematrimonial haga el sucesivo matrimonio más expuesto al divorcio –la respuesta positiva ya es evidente– sino “por qué” sucede esto. Aquí los sociólogos a su vez podrían aprender del Sínodo, es decir de aquella amplia parte de la relación final de la que nadie habla, porque no enfrenta temas “calientes” que llaman la atención a los periodistas sino que celebran la belleza del compromiso matrimonial indisoluble. Quien no se habitúa ya desde antes del matrimonio a respetar las reglas y a resistir a tentaciones no lo hará tampoco después en el matrimonio, por lo tanto quien no resiste a la tentación de convivir hoy no resistirá a la tentación de divorciarse mañana.
Los sociólogos, a menos que sean sacerdotes (a veces pasa), no confiesan a nadie. No me corresponde a mi evaluar el grado de responsabilidad de los jóvenes que conviven antes del matrimonio y las complejas razones por lo que toman esta decisión.
Sin embargo, es no solamente un derecho sino un deber de quien se ocupa de ciencias sociales explicar a los jóvenes que eligen la convivencia –y eventualmente, con todo el respeto, también a algún padre sinodal que no lo sepa– que la convivencia prematrimonial no es un antídoto al sucesivo divorcio sino que lo prepara.

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