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lunes, 13 de octubre de 2014

¿Se puede resistir a un Papa?

Desde que se anunció la realización del Sínodo extraordinario sobre la familia en curso, la prensa secular se ha constituido en un particular lobby promocionando las dos etapas sinodales (octubre 2014 y enero 2015), como una «canonización» intra eclesial de «los nuevos modelos de familia que han surgido en los últimos años», y como una confrontación entre lo que denominan «dos modelos de catolicismo», una «pulseta entre progresistas y tradicionalistas».
Los medios laicistas, como es evidente, han subrayado o incidido más en las expectativas de los lobbies interesados en que el depósito doctrinal de la Iglesia Cuerpo místico de Cristo, sea «puesto al día», «adaptado al mundo», subrayando especialmente las posturas progresistas de eclesiásticos, desdeñando las de cardenales y obispos fieles a la doctrina.
Hay también dentro de los cuadros eclesiales, quienes se rasgan las vestiduras cuando se critican las posturas, expresiones o signos de Franciscus. Nada más farisaico. Aunque hay que recordar que una crítica debe hacerse con la debida altura, ya que hay quienes hacen más gala de coprofagia que de defensa doctrinal.
¿Se puede criticar a un Papa?, es más, ¿se lo puede resistir? Para empezar debemos recordar una vez más que antaño la participación de los seglares en los concilios y sínodos, era relevante, si bien carecían de voto. Hoy curiosamente se apela al «sensus fidelium», cuando se trata de un supuesto «desarrollo del dogma», y no cuando se defiende su inmutabilidad.
Es abundante la doctrina respecto de las limitaciones de la autoridad papal. Han hablado los papas y los concilios, también los santos y teólogos más eminentes a lo largo de veinte centurias, baste citar al II Concilio de Nicea año 787, Santo Tomás de Aquino, san Gregorio el Magno, San Francisco de Asís, Santa Catalina de Siena, San Roberto Belarmino, jesuita, y conocido como «el martillo de los herejes», San Alfonso Mª de Ligorio, el cardenal Newman.
Dos defensores vigorosos del papado los pontífices Inocencio III yPablo IV, junto a muchos teólogos admiten el principio de que si un Papa defecciona en la Fe o deviene en la herejía, entonces tal Papa ipso facto pierde su autoridad, y que ésta debe ser resistida por el Pueblo de Dios.
Cristo habla a su Iglesia a través de su Espíritu, por lo tanto, su Cuerpo la Iglesia, está obligado a escucharlo, para lo cual lo que menos importa, ciertamente, es el instrumento que Él elija para hacerse oír, ya que como afirma el Aquinate: «la verdad venga de donde venga, viene el Espíritu Santo». Surge entonces la pregunta: cuando algunas sugerencias y formulaciones conclusivas de dichas asambleas eclesiales, provenían de los fieles seglares, las discutían los obispos, y las aprobaban con el voto de la mayoría, ¿quién tenía el Espíritu Santo y quién no? ¿Los obispos que estuvieron en contra de dichas conclusiones, pero que al final fueron vencidos por los votos, o los fieles que las prepararon pero que no podían participar de las votaciones por su condición seglar?
De ahí, que consecuentemente, no sea compatible con la asistencia del Espíritu Santo en la Iglesia entera, el que algunos de sus miembros afirmen tener ellos solos al Espíritu Santo, y que sólo ellos sean poseedores de la verdad, mucho menos cuando van en sentido contrario al «Fidei depositum».
El Sacrosanto Concilio Vaticano I, afirma:
«Los Romanos Pontífices, por su parte, según lo persuadía la condición de los tiempos y las circunstancias, ora por la convocación de  Concilios universales o explorando el sentir de la Iglesia dispersa por el orbe, ora por sínodos particulares, ora empleando otros medios que la divina Providencia deparaba, definieron que habían de mantenerse aquellas cosas que, con la ayuda de Dios, habían reconocido ser conformes a las Sagradas Escrituras y a las tradiciones Apostólicas; pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la Fe» (Dz. 1836; D.S. 3069-3070)
Ciertamente no podemos ordenar al Papa. No se trata de sentarse ante una especie de tribunal y ponernos en una postura de superioridad, pero podemos usar, no sólo con el Papa, sino también con los obispos y sacerdotes, los medios y derechos que Dios nos ha dado, y que espera que los usemos cuando las circunstancias lo justifiquen. Todos los miembros del Cuerpo de Cristo, hemos recibido el Espíritu Santo en el Sacramento de la Confirmación, y por tanto, estamos llamados, y obligados a defender el bien común proclamando la verdad.
Así, un Papa como Supremo Pastor no puede eludir su responsabilidad de «regir y apacentar», en virtud de la misma naturaleza de la Iglesia como Cristo la fundó. Si el Papa tiene una suprema autoridad, ésta conlleva asimismo una responsabilidad suprema, y por eso tenemos el derecho, los fieles, y aún la obligación, de pedir al Papa que cumpla su deber, si no lo cumpliera.
Además, los fieles podemos defender la verdad, no con una herramienta de jurisdicción, es decir, no podemos ordenar a la Jerarquía a hacer algo, pero podemos, por ejemplo, retirarle nuestro apoyo material si ellos no cumplen su deber.
«Cuando el pastor se muda en lobo, toca desde luego al rebaño el defenderse. Por regla, la doctrina desciende de los obispos al pueblo fiel y los súbditos no deben juzgar a sus jefes en su fe. Mas hay en el tesoro de la revelación ciertos puntos esenciales de los que, todo cristiano, por el hecho mismo de llevar tal título, tiene el conocimiento necesario y la obligación de guardarlos. El principio no cambia, ya se trate de ciencia o de conducta, de moral o de dogma. Traiciones semejantes a la de Nestorio, son raras en la Iglesia; pero puede suceder que los pastores permanezcan en silencio, por tal o tal causa, en ciertas circunstancias en que la religión se vería comprometida. Los verdaderos fieles son aquellos hombres que, en tales ocasiones, sacan de su solo bautismo, la inspiración de una línea de conducta; no los pusilánimes que bajo pretexto engañoso de sumisión a los poderes establecidos, esperan, para correr contra el enemigo u oponerse a sus proyectos, un programa que no es necesario y que no se les debe dar» (Dom Prosper Guéranger).
No es terquedad, no, ni ceguera, la defensa de la doctrina de la Iglesia es un deber primordial del Papa, el cual no debe traicionar, y no debe ceder ni ante la crítica, ni ante el desprecio, ni ante la imposición del ambiente.




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