El orgullo, la vanidad y la soberbia andan casi siempre juntos. ¡Son los
aliados superiores de la ignorancia! El orgullo se coloca a sí mismo sobre la
realidad. ¡Pero, no sólo se cree superior a los otros, además pretende que
ellos compartan esa misma opinión, o sea, que todos piensen que él es el mejor!
Más aún, por creerse tan superior, considera que puede tratar a los otros como
suyos.
¡El orgulloso es una
realidad hecha fantasía… de sí mismo!¡No se conoce! Es un ignorante de sí
mismo, lo cual es la peor ignorancia.
El orgullo ve la
humildad como una humillación.
La vanidad se sirve
muchas veces de la caridad, de la generosidad y de la bondad. Las daña. Porque
las hace agotarse en sí mismas, en la medida en que los destinatarios de las
buenas acciones son meros medios y no fines. No se procura el bien del otro,
sino servirse de él para conseguir algo para sí mismo. Egoísmo simple, con una
vuelta más. ¡Pero, claro, ellos mismos, nunca se dan cuenta de esto!
En realidad, no hay
personas altivas y personas humildes. Todos somos arrogantes. Los humildes son
los que saben que lo son y quieren dejar de serlo, mientras los arrogantes ¡¡¡son
los que se tienen por humildes y por eso no hacen nada!!!
La raíz de todos los
vicios, el orgullo, es una maldad tremenda en la medida en que impide a quien
le da vida contemplar la belleza y la bondad del mundo y de los otros. El
orgulloso se cree tanto único como sublime… el mundo de los otros le es
indiferente y, por eso, los desprecia.
La vanidad se enraíza
en la idea de que la apariencia es lo más importante. Se deja vivir en el
pensamiento de los otos, como una entidad divina.
El hambre de aplausos
lleva a mucha gente a esconder (incluso ante sí mismo) su autenticidad, remiten
a una oscuridad inquietante la verdad sobre sí. Cuando buscan el agrado a toda
costa, se mienten incluso a sí mismos. Construyen torres altas, y viven allí,
en lo alto, encima de todo, solos con su egoísmo. A veces caen desde la cima… y se hacen daño. Mucho.
Cuidado. Los orgullosos
heridos son peligrosos. La persona se vuelve casi insoportable, lleva consigo
mil resentimientos, todos (d)escritos en el libro de los odios y de los rencores,
y, a veces, explota en manifestaciones de la más refinada y fría venganza. En
fin, la más triste de las amarguras.
La soberbia es siempre
triste y desasosegante, una ansiedad en relación a lo que los otros sienten,
piensan e imaginan, lo que dicen y lo que pueden decir sobre nosotros…
Todos tenemos un origen
humilde y más vale ser estimado por aquello que se es, que ser admirado por lo
que parece…
Está también la falsa
humildad, que es la de quien se finge menos de lo que es para así disculparse para
no cumplir con su deber. La verdadera humildad es audaz y no encogida, es
generosa y no cobarde. Los humildes no son los tímidos, sino los artífices de las
grandes obras, precisamente porque saben poca cosa y, por eso, son capaces de
aprender y de arriesgar, sin recelo de la opinión ajena o del fracaso.
Quien cree bastarse a
sí mismo no admira ni estima nada más
allá de eso, no cree si quiera necesario crear o permitir que nazca en sí nada
nuevo y mejor… ¡al final, se considera igualmente perfecto!
Es esencial estar
atento a lo que nos rodea. ¡El mundo está lleno de alegría, belleza y bondad! ¡Es
necesario vaciarnos de nosotros mismos, dar lo que tenemos y somos, abrirnos al
mundo, a los otros y a lo mejor, así, nace en nosotros!
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