La pereza es un mal tremendo. Se va apoderando del tiempo que es nuestro y nos
impide construir una obra primera: ser quien somos. Cada uno de nosotros tiene
la obligación de convertirse en el mayor protagonista de su vida, en un héroe,
luchando y venciendo las monotonías de la vulgaridad, todas las apatías de
quien prefiere ser esclavo del mundo
que señor de sí mismo.
La apatía seduce a
través de la apariencia de paz, se presenta como un mero descanso que creará
mejores condiciones para un éxito posterior.
La pereza aparece siempre disfrazada de virtudes. Pero es, en verdad,
una anulación, algo que destruye las pasiones más bellas por medio de una
conquista lenta y la eliminación de los esfuerzos… y así se va perdiendo todo, tras
mucho divagar…
Es siempre más cómodo
no hacer nada. Pero es, siempre, peor. La pereza es una no voluntad que
petrifica, hunde y ahoga (en agua tibia) a todos cuantos se entregan a los
encantos del descuido y la relajación.
Si hay varios trabajos,
hay varias perezas. Muchos son los que se entregan a inmensas tareas cotidianas
y exteriores, como forma de garantizar que no tienen tiempo ni voluntad de
tratar las interiores. Pero, así como contribuimos a la construcción del mundo
en torno a nosotros, es importante edificarnos. Cuidar y tratar de lo que
existe en el fondo de nosotros, porque nuestra identidad no es estática ni
definida, resulta de nuestras decisiones y acciones. Exteriores e interiores.
Tenemos la obligación
de ser diferentes, de perfeccionarnos, de luchar contra lo que pretende
anularnos, cada día, a cada paso. El ser es una lucha contra la nada.
La raíz común de todos
los males es el egoísmo. Se trata de un exceso de quien se centra en sí mismo y
no ve nada más allá de eso. Se pierde… quien se cree ganancia. El mundo está
lleno de bellezas que escapan de aquellos que sólo se admiran a sí. Sin
humildad no ven sus fallos y, sin esfuerzo, son llevados por la gravedad
universal al punto más bajo de la existencia.
Los talentos se pierden
cuando no les dedicamos el cuidado y el trabajo que exigen para hacerse reales.
Para realizarnos.
La pereza puede
disfrazarse de paciencia, prudencia, moderación o dominio de sí… pero es
siempre mala. Siempre. Porque no tiene ni la verdad ni la generosidad propia
del bien. El bien hace.
El peligro de la
facilidad es el de la perdida de las mejores posibilidades. Quien cuenta sus
esfuerzos, reduce sus objetivos. Se creen sabios pero, en verdad, son
sólo…cobardes. Muchos se esconden tras el pretexto de dificultades que no son
ni la mitad de lo que creen. Al final, nunca nada es tan difícil como llega a
creer quien no quiere hacer.
La vida debe ser vivida
en profundidad. Sufriendo lo que fuere preciso, para así hacer el mejor de los
caminos posibles. Aquel que nos purifica y da valor.
La mayor de toda las
virtudes es que seamos capaces de no ceder a los malos hábitos, realizando todo
el bien a nuestro alcance.
No debemos descuidar
nuestra obligación de ser mejores. No podemos permitir que cualquier sueño nos
impida vivir al nivel más alto que podemos alcanzar.
Todas las virtudes
exigen atención y trabajo. La diligencia es la prontitud propia de quien ama,
la persistencia honesta que permite alcanzar la excelencia. Pero resulta de la
voluntad, no de un don. Además, ninguna virtud es un don, porque resulta
siempre de las elecciones que se hacen en orden a lo que se considera ser el
bien. Del mismo modo, tampoco ningún vicio es un defecto existente de
partida. Deriva de una elección más o
menos consciente de lo que se cree que es el bien, en una visión perezosa y
distorsionada de la realidad de los valores.
Pocos se dan cuenta de
lo malo que es no hacer nada bueno.
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