Escrito por:
Mª Virginia
Una de las primeras tareas que realizan los misioneros en los nuevos destinos, imagino que debe ser el aprender
el idioma, porque ¿
para qué evangelizar, si no es para incorporar nuevas almas a la unidad de la familia católica? ¿Y cómo acercarnos unos a otros, si no nos podemos comprender? Paralelamente, uno de los principales oficios misioneros es enseñar el “idioma católico”, es decir, la fe. ¿Hasta aquí de acuerdo?
Bien; la pregunta es ahora: ¿puede haber unidad verdadera sin compartir algún tipo de “idioma común” a través del cual se comuniquen y asocien los corazones?
No; no hablaré del latín, enristrad las lanzas o cerrad los paraguas, que “los tiros” no vienen por ahí, y ni siquiera hay tiros, sino sinceras preguntas, que buscan misericordiosas respuestas.
Me determino a exponer algunas inquietudes, porque sigo creyendo a pie juntillas (otro año más, por gracia de Dios) que somos hijos de la Luz, y que la luz rompe las tinieblas: no se “une” a ellas (puede ser que la Luz sea un poco intolerante…).
La cuestión es, entonces: ¿qué sentido tiene hablar de unidad si se renuncia al factor que la procura? ¿Qué valor tiene la unidad, si no es para un fin en común? ¿Significa lo mismo unidad que rejunte? Nuestro Señor dice “Padre, que sean uno, como Tú y Yo somos Uno…”, y ese “como” tiene un valor modal y condicional: que no sean uno “a costa de cualquier cosa”, “de cualquier manera”, sino “bajo condición de ser” como las Personas Divinas. ¿Cómo se unen el Padre y el Hijo? En el Espíritu Santo, que es Espíritu de Verdad. Se trata, pues, de la Caridad en la Verdad, no de un “pegoteo” con chicle.
¿Por qué no puede concebirse la unidad de Dios con los espíritus infernales? ¿Por qué, si Nuestra Señora es Reina de la Paz, sigue aplastando a la Serpiente?
La Iglesia Católica es Cuerpo Místico de Cristo. No es una ONG, ni un club deportivo, ni una Sociedad Anónima. ¿Cuál es el “idioma” que nos une a ese bendito Cuerpo, más allá de nuestras miserias y talentos? Una fe común; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (Ef. 4,5-6). ¿Afirmar esto, es acaso atrevido o escandaloso para algunos en esta época…?
Siempre me ha conmovido el rito del bautismo de adultos, que comienza en el atrio del templo: -¿Qué pides a la Iglesia? -La Fe. Y sólo entonces, se ingresa al templo. ¿Hay algo más elocuente y bello? Así como en los cuentos infantiles -que tienen a veces mucho de verdad sobrenatural- hay un conjuro que permite que se abra la puerta del Castillo encantado, aquí se trata de la Fe, virtud teologal, infusa, a la que sólo el Bautismo puede abrirnos la puerta. Pura gracia, que llevamos como tesoro en vasijas de barro (2 Co. 4, 7-15), con el sagrado deber de custodiar y transmitiríntegra.
¿Fórmulas mágicas? No: realidades divinas e inmutables. “El cielo y la tierra pasarán, pero mi palabra no pasará jamás”(Mt.24,35).
Como algunos lectores dicen que soy medio “estructuradita”, no creo que deban sernos indiferentes los onomásticos, ni los jubileos, ni las fiestas o tiempos litúrgicos. Y por eso este año -dedicado a la vida consagrada-, pienso que tendríamos que centrar mucho más nuestra reflexión en los Consagrados.
Ellos nos duelen y nos sangran, y no hay torniquete que lo detenga. Todos: buenos y malos, fieles e infieles, porque hay algunos que pisotean a las ovejas y la Sangre de Cristo, y los otros son, en El, pisoteados o arrinconados. Y aunque sea necesario sufrir en nosotros “lo que falta a la pasión de Cristo”(Col. 1,24) no podemos mirar hacia el Calvario bailando la jota. No se puede mirar para otro lado; no creo que debamos hacerlo si somos Iglesia, como no podemos dejar de ver las masacres de Oriente. Y no es dejar de lado, con esto, las graves cuestiones del Sínodo de la familia, no; porque ambas realidades se sostienen mutuamente con fuerza, aunque no siempre reparemos en ello. Así como los hogares auténticamente cristianos son fuente de vocaciones, así también, las vocaciones santas suscitan familias verdaderas y estables con su ministerio, ejemplo, oración y consejo.
Pero a diestra y siniestra, vemos que algunos consagrados están siendo gravemente heridos por los tiempos primaverales que arrecian, y nos dicen en el caminohelado, en medio de la subida: “Sigan sin mí”, y se nos quiebra el alma.
Otros no dicen nada, pero siguen subiendo la cuesta con las piernas dormidas por la nevada, la lengua paralizada, el gesto automático, con miedo de que si se oye latir muy fuerte su corazón católico, sean castigados con algún destino remoto, o se ponga en peligro su Congregación -que es su familia-, o lisa y llanamente, se los aparte como a insanos, porque “no han estado a la altura de las circunstancias”.
Pero los laicos los necesitamos más que nunca como faros, porque no se imaginan lo que es para nosotros contar con almas católicas “de verdad” para confiarnos a su oración, para estar presentes en sus misas, para conquistar, alimentar y sostener almas, sin más, porque al fin y al cabo, “el estado de quienes profesan los consejos evangélicos pertenece a la vida y a la santidad de la Iglesia, y por ello todos en la Iglesia deben apoyarlo y promoverlo (Código de Derecho Canónico, 574 § 1), porque como ha sabido expresar Hugo Wast acerca de los sacerdotes,
“Cuando se piensa que la humanidad se ha redimido y que el mundo subsiste porque hay hombres y mujeres que se alimentan cada día de ese Cuerpo y de esa Sangre redentora que sólo un sacerdote puede realizar; Cuando se piensa que el mundo moriría de la peor hambre si llegara a faltarle ese poquito de pan y ese poquito de vino…
Cuando se piensa que eso puede ocurrir, porque están faltando las vocaciones sacerdotales; y que cuando eso ocurra se conmoverán los cielos y estallará la Tierra, como si la mano de Dios hubiera dejado de sostenerla; y las gentes gritarán de hambre y de angustia, y pedirán ese pan, y no habrá quien se los dé; y pedirán la absolución de sus culpas, y no habrá quien las absuelva, y morirán con los ojos abiertos por el mayor de los espantos. Cuando se piensa que un sacerdote hace más falta que un rey, más que un militar, más que un banquero, más que un médico, más que un maestro, porque él puede reemplazar a todos y ninguno puede reemplazarlo a él….”
Los consagrados son, siempre, el “pulmón” de la Iglesia, “mediante la aportación de sus carismas, en la fidelidad al Magisterio, con la finalidad de ser testigos de la fe y de la gracia, testigos creíbles para la Iglesia y para el mundo de hoy” (Benedicto XVI, 2-3-12).
Y así, cuando se ve la mirada de una joven enamorada de Cristo buscando un “nido” y no siempre están advertidas de que hay muchos nidos que están siendo saqueados por las comadrejas modernistas, no podemos permanecer indiferentes, porque lo que se frustra y esteriliza no son sólo almas, sino maravillas de Dios en ellas.
Y cuando se ve a algún pastor que guía al rebaño para que todos sean uno, y pretende que las ovejas aprendan a comer carroña -mundo y carne, sazonados con algo de azufre- para unirse o asociarse a las hienas, golpeando a los corderos que se resisten, y acusándolos de salvajes…: ¿de qué unidad estamos hablando? Por favor, ¿alguien podría facilitarnos un diccionario?…
Algunos se preguntan, entonces: ¿es católico un cardenal que niega la Resurrección de Cristo como hecho histórico?; ¿o el que duda que “Dios los creó varón y mujer”, sosteniendo que la Iglesia debe bendecir la sodomía?; ¿es católico un obispo que piensa que para absolver válidamente no es necesario el propósito de enmienda?; ¿y uno que no cree que exista el infierno, o que el pecado original es un “invento de San Agustín”?; ¿Y el que aconseja a una congregación de religiosas que para probar su vocación asistan a ver películas con sexo explícito, acompañadas por seminaristas, u otro que en conversación con éstos, se burla de la pureza?; ¿y un obispo que adhiere firmemente a la revolución marxista incluyendo la vía armada?; ¿y podemos llamar católico a un Arzobispo que no sólo tolera sino que incluso alaba y promueve la colaboración de la Iglesia con la Masonería?…
Según el principio de no contradicción, algo no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido.
Y no me refiero a casos hipotéticos, sino a situaciones reales, que padecemos hoy en nuestra Iglesia, y por los cuales urge suplicar misericordia y conversión, pero también estar alertas, porque no parece conveniente saciar la sed de una fuente envenenada, y el saber discernir es necesario para la virtud de la prudencia.
Hace unos días, leía en un comentario de otro blog, referido a ciertos antecedentes bastante desalentadores de unos cardenales: “Lástima que algunos respiran odio por la Iglesia. Recordemos lo que decía el Beato Pablo VI: “Quien conoce el misterio de la Iglesia no puede sino amarla y amarla profundamente a pesar de sus deficiencias". Los hombres de Iglesia no son ángeles…nadie hay perfecto. Oremos por ellos y por los que denigran la Iglesia.”
Adelantándome a este tipo de reacciones, diré que como no somos protestantes, no aborrecemos la razón, y precisamente por amor a la Iglesia, es deber de misericordia ayudarnos mutuamente y advertir cuando en la carrera vemos que algún hermano nuestro -sea laico, consagrado o pastor- está por estrellarseporque se le ha “estropeado la brújula” o simplemente porque “un ciego no puede guiar a otro ciego”(Lc.6,39; Mt.15,14)… Y si recurrimos a “diferentes diccionarios”, será difícil entendernos, o llegar a la misma meta, y así se lamentaba Isaías: “Ay de los que llaman al bien, mal, y al mal, bien..!“(Is.5,20). Por el contrario, «El vínculo de fraternidad es tanto más fuerte cuanto más central y vital es lo que se pone en común» (Instrucción “Al servicio de la autoridad y la obediencia”, n.20). Haremos bien en revisar, entonces qué es lo que nos une: ¿la simpatía de la carne, las apariencias, lamoda, o la misma fe?
Fe y razón: ambas “alas” son necesarias al alma humana para llegar con caridad a la única Verdad que nos hace libres.
Y porque un requisito para la unidad tan preciada es el conocimiento mutuo, saber quién es quién ayuda a comprender mejor sus palabras, y hacia dónde va; como quien dice, “diccionario y plano de ruta”. Simplemente porque la confusión es una cosa muy fea…
Es tiempo entonces de tener muy presente la recomendación de San Agustín, Obispo católico, cuando aconsejaba a los catequistas (De catechizandis rudibus), acerca del trigo y la cizaña, irremediablemente entremezclados en este tiempo de la Iglesia, hasta la Siega -que no nos corresponde a nosotros-:
“53. Todas las cosas que ahora suceden en la Iglesia de Dios bajo el reinado de Cristo estaban profetizadas desde muchos siglos, y como están escritas, así las vemos cumplidas para confirmación de nuestra fe (…). 54. Pues las cosas que faltan, ¿no se cumplirán de la misma manera? Aún han de venir las tribulaciones de los justos, la resurrección de los muertos y el día del juicio final,en el cual serán separados de los justos, no solamente los impíos que se quedaron fuera de la Iglesia, sino también los que en la Iglesia no fueron sino paja que hay que tolerar hasta el día de la resurrección, (…) 55. Creyendo todas estas cosas, prevente contra las tentaciones, porque el demonio busca compañeros de su perdición; ten cuidado que no te seduzca el enemigo por medio de aquellas que están fuera de la Iglesia, paganos, judíos y herejes. Pero aun cuando dentro de la misma Iglesia veas que muchos viven mal, (…) no los imites, más bien júntate con los buenos, que los encontrarás fácilmente si quieres ser uno de ellos, para que todos juntos amasen a Dios generosamente sin esperar premio terreno, pues Él mismo será nuestro premio cabal, cuando en aquella vida feliz gocemos de su bondad y su hermosura. Debemos amarle, no como se aman las cosas que se ven con los ojos, sino como se ama la sabiduría, la verdad, la santidad, la justicia, la caridad; y no como se ven estas cosas en los otros hombres, sino como una fuente inmutable e incorruptible.
(…)Imita a los buenos, sufre a los malos, ama a los que hoy son malos. No ames su injusticia, sino a ellos mismos, para que encuentren la justicia: porque no sólo tenemos precepto del amor de Dios, sino también del amor del prójimo, y en estos dos preceptos está encerrada toda la ley y los profetas, la cual no puede cumplir, sino aquel que haya recibido el don del Espíritu Santo (…). No debemos confiar en ningún hombre, cualquiera que sea, porque una cosa es aquél por quien somos justificados; otra, aquellos con los cuales somos justificados. El demonio no sólo tienta por medio de la codicia, sino también por medio del temor a los combates y a los dolores y a la misma muerte. (…) Ten presente, por último, que las obras de misericordia, hechas con piadosa humildad, alcanzan del Señor que no permita que sus siervos sean tentados más de lo que pueden resistir(1ª Cor 10,13)…”
http://infocatolica.com/blog/caritas.php/1501080742-63-itodos-los-cardenales-de-l#more27440
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