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sábado, 7 de marzo de 2015

Antes del tiempo

http://observador.pt/opiniao/antes-do-tempo/


La ciencia no concluye ni condena el conocimiento de Dios, porque esta afirmación no es, en sí misma, científica, sino metafísica

Con una edición especial sobre el tiempo, el Público festejó sus 25 años: ¡Enhorabuena! Y, en Hollywood, fue premiado el actor que representa el físico del tiempo, Stephen Hawking, en un film biográfico, lleno de humanidad, pero en el que también se refleja sobre “la teoría del todo”

Dígase lo que se diga, es apasionante la historia del tiempo. Según los datos más recientes, su dimensión infinitesimal se cifra en 10 elevado a menos 43 de un segundo,  que fue el tiempo recorrido entre el Big Bang y la expansión y enfriamiento que hicieron posible el surgimiento de las primeras partículas elementales y de la luz, como fotones. Entre tanto, ya han pasado 13.800 millones de años, pues esta es la edad del mundo que, dígase de pasada, está muy bien conservado pues, en realidad, a simple vista, ¡nadie le echaría más de 13.700 millones de años!

La cuestión del tiempo, que Aristóteles definía como la medida del movimiento según un antes y un después, remite, según la tesis del Big Bang, formulada por el padre católico y eminente científico belga, Georges Lemaitre, a un origen, un principio y un dueño de todo esto. A través de la expansión del universo, es posible retroceder  a ese primer instante  que, por fuerza de una explosión cósmica primordial, se dio inicio al tiempo o, mejor dicho, al movimiento, del que él es la medida.

La verdad científica nace de la observación empírica y, por eso, está condicionada al fenómeno, que debe explicar pero no puede sobrepasar. El científico creyente puede tener la pretensión de probar científicamente la existencia de Dios, como también el físico ateo puede incurrir en la tentación de demostrar científicamente su inexistencia. Es, por supuesto, un error recurrente de creyentes y no creyentes: afirmar ‘científicamente’ lo que la ciencia experimental no puede afirmar, ni negar. Es una arrogancia a la que hay que oponerse con humildad: el verdadero sabio sabe que sabe alguna cosa y que no sabe todo el resto; mientras que el necio, como no sabe nada, ni siquiera sabe que ignora.

Las ciencias son, por razón de su objeto y de su método, miradas provisionales y sectoriales sobre la realidad, pero no definitivas, ni sobre la totalidad de lo que existe. La física conoce los cuerpos, pero hay más cosas más allá de la materia y de la energía. También la matemática tiene por objeto lo que es medible, pero no todo lo que existe es susceptible de ser reducido a un número, u orden de tamaño.

Decir, por absurda hipótesis, que no existe nada más allá de lo que es conocido empíricamente, no es una afirmación científica, sino filosófica, lo mismo que hace un científico. Por eso, los grandes sabios, por regla general, son humildes y se abstienen de afirmaciones tan rotundas, no porque no tengan convicciones al respecto, sino porque saben que, cuando se expresan sobre lo que trasciende el objeto propio de su ciencia, ya no se esta expresando en el ámbito de su competencia específica, que es el fundamento de su autoridad.

Cuando Georges Lemaitre, Albert Einstein o Stephen Hawking abordan la cuestión del origen del universo, o de la existencia de un creador, no lo hacen en cuanto científicos, una vez que ese hipotético ser  no es observable, como tampoco es el presumible acto creador. Lo hacen, antes, en cuanto filósofos o, si se quiere, como comunes mortales. La ciencia no concluye ni condena el conocimiento de Dios, porque esta afirmación no es, en sí misma, científica, sino filosófica o, como gustaban de decir  los antiguos, metafísica, en el sentido exacto de algo que trasciende la física.

Con todo, hay un punto de confluencia entre el saber científico y el filosófico: el surgimiento de la realidad corpórea. Lo anterior a ese momento –en la realidad, el antes del tiempo- es sólo cognoscible  por el saber filosófico, pero el después de ese instante, o sea, lo que aparece como el tiempo, es científico, por ser empíricamente observable y clasificable. Como dice Victor Cardoso, profesor e investigador del Centro Multidisciplinar de Astrofísica y Gravitación del instituto Superior Técnico, el antes del Big Bang ‘es el campo de la especulación y de la metafísica. La ciencia se detiene ahí’ (Público, 5-3-2015).

Si la ciencia afirmase, en vez del universo en expansión, una uniformidad espacio-temporal –Tomás de Aquino previó la hipótesis, meramente académica, de un universo creado sin principio ni fin – quizá sería difícil imaginar un comienzo. Pero la física está en condiciones de probar que es posible regresar a un primer instante, a un origen que, necesariamente, obliga a cuestionar, ya en el ámbito de la ontología, el sentido último de toda realidad. La filosofía tiene una respuesta para esta cuestión, que es obviamente insoluble para la ciencia, porque “A teoria de tudo”  no es científica, sino metafísica.

La ciencia no va más allá del principio y el fin del tiempo, que la filosofía conoce en su causa y esencia, pero sólo la fe cristiana es capaz de reconocer, en la encarnación del Hijo de Dios, su plenitud.

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