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sábado, 21 de noviembre de 2015

semana del tiempo ordinario. Sábado

Estamos ya casi terminando el año litúrgico. Hoy
nos habla la Iglesia sobre la otra vida. Los saduceos
 eran personas que vivían muy bien en lo material y
no creían en la resurrección. Le proponen a
Jesús una historia grotesca, pero posible. Para los
 israelitas era una desgracia muy grande el morir
sin dejar algún descendiente que llevase su nombre.
 Solía ser a modo de apellido, al nombrarse “hijo de...”
Por eso había una ley, dada en el Levítico, que una
viuda sin hijos debía casarse con el cuñado para
perpetuar el nombre del difunto. Los saduceos,
queriendo dejar mal a Jesús, le proponen el caso
ridículo de siete hermanos que van muriendo sin
descendencia. “La mujer, le dicen, en la otra vida
¿de quién será?” Jesús no se enfada, pero
aprovecha la pregunta para decir que la Sagrada
Escritura testifica que para Dios Abraham y otros
patriarcas están vivos, porque para Dios no sólo
vivimos los que estamos en la tierra, sino también
 los que han terminado esta vida mortal.

La resurrección es una realidad, pues debemos
razonar que Dios nos tiene que haber destinado
para otra vida superior. Y por ello tiene sentido
esta vida mortal. Hay personas que no ven
sentido a esta vida y acaban suicidándose o
matando. Para nosotros hay una solución cuando
 lo sabemos ver con los ojos de la fe.

 Para los saduceos la palabra “resurrección”, como
para algunos de nosotros, se les hacía
imposible porque pensaban en una resurrección
al estilo de lo que hizo Jesús con Lázaro, como si
la vida futura fuese igual que la de aquí.  En la otra
vida habrá continuidad, ya que seremos los
mismos que aquí sentimos y pensamos; pero no
habrá igualdad. Jesús nos dice que seremos
“como los ángeles”. Es decir, que nuestra vida no
estará sujeta a las limitaciones que aquí tenemos,
pues allí no se trabaja, no se sufre ni se come ni
se procrea ni se muere. A veces hablamos del
cielo en forma imaginativa, como para niños,
pero cada vez debemos llegar al concepto
más espiritual de nuestra vida eterna. Por eso
más que resurrección, que nos hace pensar
en una vida parecida a la presente, deberíamos
decir: exaltación, glorificación. Allí no tendrán
 valor cosas que aquí nos pueden separar
como diferencia de sexos, dignidades,
dinero, poder material, sino otros valores
más de Dios como amor, alegría y paz.

 La fe en la otra vida es lo único que
puede dar sentido humano a la historia
 y al progreso. Y es la solución a la verdad
de un Dios absoluto, creador y que es
esencialmente bueno. Dios, que es vida y
alegría, ha sembrado en nosotros semilla
 de una esperanza de eterna felicidad.

 Para el creyente, el tesoro más precioso
 no es la vida que se tiene, sino la que se
espera. Si, como es verdad que aquí
hay muchas cosas muy hermosas y que
debemos trabajar para que todo progrese
 y para que todos se sientan más felices,
 entonces: ¡Cómo será aquella vida que
Dios nos tiene preparada para que seamos
de verdad felices!

Si creemos en la otra vida, en la resurrección,
 lo debemos testificar con las obras de la fe:
la generosidad del cristiano, su sentido de
responsabilidad profesional, su espíritu de
servicio, su disponibilidad para el bien, su
espíritu de justicia, su sencillez, humildad,
alegría y comprensión. Todo esto es lo
que nos hace creíbles ante los demás,
de que en verdad creemos y esperamos
 en algo que vale la pena.

El creer, como los saduceos, que la
muerte es el fin total de la vida, sería
 como dar un paso atrás; esta nuestra vida
sería un absurdo. Jesús nos enseña que
 morir es el acto supremo de la vida, es
pasar de esta vida a la otra. Existe la
alianza con Dios y Él no permitirá que
el ser humano, ligado a Él en su vida,
se hunda en la nada.

Termina el evangelio diciendo que algunos
 escribas o maestros de la ley, que sí
creían en la resurrección, expresaron su
agrado a las argumentaciones de Jesús.
Quizá porque eran contrarios de los saduceos,
que habían quedado mal parados.
Así que nadie más quiso hacerle preguntas
a Jesús.







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