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Cada uno de nosotros llega a
la vida procedente de la misma noche que también nos espera a todos.
La casualidad jamás es causa de cosa alguna. Siempre hay un por qué y un para
qué. El infinito se hace finito cada vez que crea algo.
El mundo está lleno de cosas que parecen ser mucho más valiosas, pero que, en
verdad, no aprovechan. Hay quien sueña con ellas y se entristece porque nos las
tiene. Quien las tiene, se entristece porque, al final, tales cosas muy
brillantes nunca traen consigo la paz y la felicidad que prometen. A penas
reflejan luz que les es ajena, no son luz verdadera.
Hay una luz que nos hace
amanecer. Que nos despierta para lo que esperamos y merecemos. Un mundo mejor que somos llamados a construir con nuestras
obras. Sí, las obras es que son amor. El paraíso no está hecho de palabras,
sino de gestos concretos de quien cree en el amor y entrega su vida, sus días y
noches, a esa fe.
La Navidad es tiempo de
celebrar el regazo de quien nos soñó y esperó, de quien nos ofreció su vida, sin que nada le
hubiésemos pedido. Quien nos dio la luz y es la luz… quien nos amó incluso
antes de que existiéramos y no dejará de amarnos, jamás… incluso por encima de
los cielos.
La navidad es tiempo de amar
a la madre… y al padre.
Porque el amor es la luz
verdadera, la única que es capaz de despertarnos del sueño de la indiferencia.
Para que sea navidad en nosotros.
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