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domingo, 3 de abril de 2016

Eutanasia, Libertad y dignidad humana



La eutanasia no es un derecho, sino una violación del más irrenunciable deber jurídico y moral: el de respetar la vida humana, que es dignísima desde el instante de la concepción hasta el momento de la muerte natural.

Los que suscriben el manifiesto a favor de la eutanasia afirman “unidos en la valoración privilegiada del derecho a la libertad” y, como tal, defensores de la “despenalización y regularización de la muerte asistida”, que entienden que es 2una expresión concreta de los derechos individuales  la autonomía, a la libertad religiosa y a la libertas de pensamiento y conciencia, derechos inscritos en la constitución”.

No cabe duda en cuanto a la valoración del “derecho a la libertad”, ni su aprecio por el “derecho individual a la autonomía”, pero queda por saber si esa opción puede prevalecer en cuanto contraria a la vida, a la integridad física o a la dignidad humana. La cuestión es pertinente porque hay quien entiende que no es lícito prohibir que alguien, libre y conscientemente, opte por la ‘muerte asistida’. ¿Pero, es así?

Nadie puede, supuestamente, vender un órgano, porque el derecho no permite la comercialización de los seres humanos, ni de ninguna parte de su cuerpo, que no es una cosa de la que es dueño y de la que pueda libremente disponer, sino parte integrante de la personalidad humana. Por la misma razón, hay que excluir absolutamente la esclavitud, aunque hubiese alguien que, en plena posesión de sus facultades, admitiese enajenar para siempre su libertad. De hecho, el derecho no puede consentir en lo que, aunque querido de forma consciente y voluntaria, atenta tan gravemente contra la dignidad humana.

El uso, o abuso, de la libertad individual puede llegar a extremos verdaderamente inconcebibles, sin que sea necesario evocar, para el caso, acontecimientos de otras épocas o, por hipótesis, remotas tribus caníbales de la polinesia. De hecho, a 27 e diciembre de 2003, el New York Times publicó una noticia que causo estupefacción y horror: un alemán, Armin Meiwea, mató a un compatriota y, después, comió sus restos. El insólito asesinato había sido, mientras tanto, consentido por la víctima. Con todo, su aquiescencia fue, obviamente, tenida por irrelevante y el antropófago fue castigado por su hediondo crimen. Es, sin duda, un caso extremo, pero aconteció, no en la prehistoria, ni en el tercer mundo, sino en pleno siglo XXI y en la civilizada y culta patria de Beethowen y de Hegel.

El 19 de enero de 2009, la prensa británica publicaba un caso insólito: un sujeto, llamado Guy Masteerleigh, trata a una tal Deborah, de 38 años, como si fuese una  perra, a la que llamaba Cuti. La misma, que estaba en su sano juicio y que ‘ladraba’ y se movía a cuatro ‘patas’, declaró que le gustaba ser tratada así. Quien defienda absolutamente el derecho individual a la autonomía, no se podría oponer a semejante ultrajante comportamiento, pero quien entienda que hay derechos fundamentales de los que nadie puede abdicar, tendría legitimidad para impugnar un procedimiento tan indigno.

Por otro lado, una persona muy trastornada, un demente terminal, o un gran sufrimiento, es alguien cuya razón y voluntad están necesariamente nubladas por la edad, o por la dramática situación. Siendo así, no tiene sentido invocar la libertad individual, como fundamento para la despenalización  de la ‘muerte asistida’. Es obvio que alguien, en circunstancias tan vulnerables como las referidas, puede ser más fácilmente presionado para tomar una decisión falsamente presentada como la más ‘piadosa’ para sí, además de ‘caritativa’ para su familia e incluso ‘solidaria’ para la sociedad. La eutanasia se presta a inmoral explotación de una situación de desesperación, sea por familiares y amigos interesados en abreviar esa vida, sea por las instituciones  sanitarias, cuya gestión económica favorecería la eliminación de los pacientes terminales y de los enfermos mentales más pobres que sean beneficiarios de la salud pública, porque los ricos podrían siempre pagar el apoyo clínico de que carecen y que, en realidad todos desean.

Más allá de lo más, la eventual ‘despenalización y regulación de la muerte asistida’ obligaría a la reforma de la Constitución y del ordenamiento jurídico portugués. En ese caso, no tendría sentido, por ejemplo, que fuese castigada la esclavitud consentida, la violencia doméstica tolerada por la víctima, o la venta libre y voluntaria de órganos humanos. Si se permite la ‘muerte asistida’, como una ‘expresión concreta del derecho individual a la autonomía’, se debería también castigar ya el socorro prestado a los suicidas, porque sería una violación de su libertad y autonomía.

La defensa de la eufemísticamente llamada ‘muerte asistida’ es, en realidad, una protesta que pretende la sustitución de una ética personalista y de un orden jurídico humanista, basado en el valor supremo de la vida, por una práctica de exaltación de la libertad individual que, en su extremo, atenta contra la vida y la dignidad humana. La eutanasia no es un derecho de nadie, sino la violación de un gravísimo y universal deber fundamental de respeto por la vida humana inocente, que nos obliga a todos, sin excepción de uno mismo. La vida de cualquier ser humano –sano o enfermo, viejo o joven- es dignísima e irrenunciable, desde el instante de la concepción y hasta el momento de la muerte natural.

http://observador.pt/opiniao/eutanasia-liberdade-dignidade-humana/


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