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domingo, 24 de julio de 2016

“¡No tendrán mi odio!”


Cada cristiano puede y debe defenderse, y a la sociedad, también por las armas. El terrorismo no admite tolerancia. Pero si Cristo perdonó a quien lo crucificó, el cristiano también está obligado al amor y al perdón.

Hay alguna fiereza y crueldad en el modo como se reduce un atentado y más un acto terrorista. Es verdad que, en términos históricos, la tragedia de Nice no fue la primera, ni será, desgraciadamente, la última. Con todo, para todos los que en ella perecieron y para las familias de las víctimas, Niza no fue solo un episodio de una tragedia ya conocida: fue el acto final de un drama que no se puede subestimar. Por más sinceras que sean las condolencias, o por más sentido que sea el pesar, nadie puede restituir la vida a las personas que la perdieron, ni compensar a los que sufrieron tan irreparable pérdida.

Así fue también el 13 de noviembre de 2015 cundo, en París, Bataclan se convirtió en un antro de horror y de muerte. Antoine Leiris vivió muy de cerca este drama, en el cual murió su mujer y madre de su hijo, de solo un año y medio. Para exorcizar su alma y preservar la inocencia de su hijo, redactó un texto que es “un acto de resistencia al horror, un homenaje a su mujer, Hélèn, y un testimonio de amor y esperanza para su hijo, Melvil. Un libelo contra el odio, por un futuro de amor y paz” –se lee en la pestaña de ese libro, que la editora Objetiva dio a la imprenta, con el título de esta crónica, en abril de este año.

Es para los terroristas que asesinaron a su mujer y madre de su hijo para quien escribe Antoine Leiris las líneas más impresionante: “El sábado por la noche, ustedes robaron la vida de un ser excepcional, el amor de mi vida, la madre de mi hijo, pero no tendrán mi odio. No sé quiénes son ustedes y no quiero saberlo, son almas muertas. Si ese dios en nombre del cual matan ciegamente nos hace a su imagen, cada bala en el cuerpo de mi mujer habrá sido una herida en su corazón”.

Con todo, Antoine no cede a la tentación de la venganza: “no, no os daré el placer de odiaros. Y, no mientras, ustedes hacen todo por merecerlo, pero responder al odio con rabia sería ceder a la misma ignorancia que hace de ustedes lo que son. Quieren que yo tenga miedo [...]. Pues perderán. [...] Es claro que estoy destrozado por el disgusto, os doy esa pequeña victoria, pero será de corta duración. Sé que ella nos acompañará todos los días y que nos reencontraremos en el paraíso de las almas libres, al cual ustedes no tendrán acceso”.

 “Somos dos, mi hijo y yo, pero somos más fuertes que todos los ejércitos del mundo. Además, ni siquiera os voy a dedicar más tiempo, voy a dedicarlo a Melvil, que está despertando de la siesta. Tiene solo diecisiete meses, va a comer como todos los días, después vamos a jugar como todos los días, y el resto de la vida este niño va a haceros la afrenta de ser feliz y libre. Porque no, tampoco tendrán el odio de él”.

No es fácil actuar con tanta nobleza y dignidad a tan vil ofensa: la respuesta natural sería la del talión, la de exigir ‘ojo por ojo y diente por diente’,  la de  segar las vidas culpables de muertes inocentes. Se podía esperar, por lo menos, un deseo si no de venganza, por lo menos de reparación por el crimen cometido. Pero una represalia  por el crimen sería ya una cesión a la lógica que preside estos ataques que, no en vano, son terroristas. ¿De qué va a servir matar más mujeres, hombres y niños inocentes en palestina, en Siria, o en Irak? A la injusticia no se puede responder  con la injusticia de signo contrario, sino con la justicia y la ley, aún cuando estos medios puedan parecer insuficientes ante un maltan brutal y aterrador. La superioridad de la civilización está, precisamente, en esta su aparente flaqueza: el día que los terroristas hubieran logrado que se les responda con la misma moneda, habrán alcanzado su objetivo y ya no nos diferenciaremos de ellos.

Humanamente hablando, no se puede pedir más de lo que el viudo de Hélène y padre de Melvil fue capaz de escribir, en tan dolorosa declaración. Pero la caridad cristiana, que obliga a luchar implacablemente contra el mal, va más allá de esta mera recusación del odio y de la venganza. Sí, es verdad que, “si ese Dios, en nombre del cual matan ciegamente, nos hace a su imagen y semejanza, cada bala en el cuerpo de mi mujer supondrá una herida en su corazón”. Pero es igualmente verdad que también los asesinos, por mucho que nos cueste reconocerlo, fueron criados a imagen y semejanza de Dios: ellos no son aún ‘almas muertas’ y nadie los puede excluir del ‘paraíso de almas libres’. No hay, en este mundo, pecador que no pueda convertirse, ni justo que no se pueda condenar.

Cada cristiano puede y debe defenderse y defender a la sociedad, también por las armas, siempre que lo haga por medios lícitos y proporcionados. El terrorismo no admite ninguna tolerancia. Pero, si Cristo perdonó a los que lo crucificaron, el cristiano también está obligado al amor y al perdón: “Oísteis que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’. Yo, por esto, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian y orad por los que os maltratan y os persiguen” (Mt 5, 43-45). Se puede amar y orar por los terroristas, sin dejar de combatirlos y castigarlos, del mismo modo que los padres, cuando reprenden y castigan a los hijos, no dejan de marlos.

Quien cultiva solo los valores laicos de la justicia y de la tolerancia, tal vez consiga no vengarse, ni odiar. Pero solo quien profesa una moral superior como la caridad cristiana, puede, sin renunciar a la lucha por la justicia y por la paz, perdonar y amar a los enemigos.


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