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domingo, 25 de diciembre de 2016

Elogio de la Navidad consumista



No, falsos apóstoles del anti-consumismo, no nos roben la Navidad. La religión cristiana es fiesta de alegría, todos los días y para toda la eternidad, pero sobre todo en el día que celebra el nacimiento de Jesús.

Siempre que llega la Navidad, se oyen viejas voces de nuevos profetas rebelándose contra el consumismo que, por lo que parece, ataca de forma particularmente violenta en esta época final del año. Pero, toda la elocuencia de sus invectivas morales no logra empañar el brillo de esta fiesta de todos, sin distinción de religiones o razas, nos toca y despierta para la gran alegría de la Navidad, ¡la fiesta de Dios con nosotros! La religión cristiana es fiesta y alegría, ahora y para toda la eternidad, pero sobre todo en los benditos días en que el calendario litúrgico solemnemente celebra el nacimiento de Cristo para la vida terrena y, después, en la fiesta gloriosa de la pascua de su resurrección, su definitivo nacimiento para la vida eterna!

¡Navidad! Nuestro mundo, nuestros países, nuestras ciudades, nuestras empresas, nuestras familias y todos nosotros necesitamos, absolutamente, de la Navidad. No fue por casualidad que un reciente y lamentable ataque terrorista, en Berlín, tuvo como objetivo, precisamente, una feria de Navidad. Si un terrorista, que es, por definición, un enemigo de la civilización, ataca la navidad de esta forma infame es porque, también él, de algún modo, reconoce que ninguna otra fiesta como es la celebración universal celebración del nacimiento de Cristo es tan emblemática de la cultura europea. Por eso, defender la Navidad es defender también lo mejor que hay en la cultura occidental. ¡Y, si no fuera posible hacerlo sin consumismo, peor para el consumismo!

Es verdad que el consumismo materialista no es una práctica coherente con la fe cristiana, pero tal vez no sea excesivamente atrevido afirmar que, de algún modo, Jesucristo fue el primer ‘consumista’. Por eso, sus últimas palabras, antes de expirar en la cruz, fueron: “¡Todo está consumado!” (Jo 19, 30). Un poco antes, el evangelista que el Señor amaba, al introducir su relato de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, dijo: “Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al padre, habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el fin” (Jo 13, 1). La Navidad es una invitación a este ‘consumismo’: una excelente ocasión para consumirnos en el servicio de los otros, sobre todo de los que nos son más próximos, o están necesitados.

¿¡Pero... y los pobres!? Esta es, ciertamente, la crítica más recurrente al consumismo navideño y, a caso, la más consistente. ¿¡Cómo pueden los cristianos montar belenes, cuando hay tantas personas que no tienen ni un techo para cobijarse!? ¿¡Cómo pueden sentarse a una mesa llena de apetitosos manjares, si hay tantos a su lado que ni siquiera tienen una sopa y un poco de pan para dar a los hijos!? ¿¡Como se atreven a ofrecer y recibir presentes, más o menos inútiles, si hay tantos que carecen hasta de lo más imprescindible!? ¿¡No sería mucho mejor convertir todas las despensas de tan inútiles conmemoraciones en beneficios sociales para los que más necesitan!?

No falta razón a esta tan aparente caritativa y pertinente objeción contra la Navidad consumista. Pena es que reproduzca, ipsis verbis, la argumentación de Judas Iscariote, el traidor, cuando censuró ásperamente el consumismo de María, la hermana de Lázaro, cuando ungiera al Señor con “una libra de perfume hecho de nardo puro de gran precio”: “¿Por qué no se vendió este perfume por trescientos denarios para dárselo a los pobres?” “dice esto –aclara el evangelista- no porque le importasen los pobres, sino porque era ladrón y, teniendo la bolsa, robaba lo que en ella se echaba” (Jo 12, 1-8). Y Jesús no censuró el consumismo de la hermana de Lázaro, sino la avaricia del apóstol traidor.

Los modernos profetas del anti consumismo navideño, que tanto abundan, también en las publicaciones católicas, en realidad son réplicas, más o menos exactas, del hermano primogénito del pródigo. También él, lleno de razones sin razón, se levantó contra el consumismo desenfrenado del padre, que dio al hijo más joven el vestido más precioso, un anillo en el dedo y sandalias en los pies. ¡Para ese hijo pródigo, mandó matar el ternero más gordo y organizó una gran fiesta, a la que ni siquiera faltó la música y los coros! Y, ante la indignación del hijo mayor, despechado por aquel escandaloso consumismo, el padre le dice: “Era justo que hubiese banquete y fiesta” (Lc 15, 11-32).

¡No, falsos apóstoles del consumismo, no nos roben la Navidad! ¡No nos quiten la fiesta! ¡No callen la música, ni callen los coros, porque son ángeles que nos anuncian el nacimiento del Señor! (Lc 2, 13-14). ¡No nos excluyan de esa mesa a la que el Padre de los cielos nos invita! (Lc 14, 15-24). La Navidad no excluye a nadie: Dios vino al mundo para los buenos y para los que no lo son, para los fieles y los paganos; para todos, sin excepción.

¿Porque, cómo vino Dios al mundo? No vino como Dios, para que su santidad no ahuyentase a los pecadores. No vino como omnipotente, para que su poder para que su poder no atrajese a los ambiciosos, ni apartase a los tímidos. No vino como sacerdote, para que los no creyentes, o creyentes de otras religiones, no fuesen excluidos. No vino como rey, para que no se impusiese a sus súbditos por la fuerza. No vino como maestro, para que también los soberbios lo pudiesen aceptar. No vino como sabio, para que también los ignorantes lo pudiesen comprender. No vino como héroe, para no humillar a los cobardes. No vino como vencedor, para no avergonzar a los derrotados. No vino como rico, para no intimidar a los pobres.


Entonces, ¿¡Cómo vino aquel que, antes de nacer e incluso de ser concebido, ya era rico, vencedor, héroe, rey, sacerdote y omnipotente, como Dios que es desde siempre!? Vino como niño pequeño, para que todos los hombres y mujeres del mundo, cualquiera que sea su virtud o vicio, lo puedan contemplar y amar. Porque no hay nadie, por mejor o peor que sea, que, ante la fragilidad de un recién nacido, no sea capaz de conmoverse y sonreír. ¡Santa Navidad!

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