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domingo, 4 de diciembre de 2016

LO QUE NOS ESPERA

Pablo Garrido Sánchez

Vivimos en la esperanza, porque en esperanza hemos sido salvados (Cf 1Pe 1,3). Proyectamos cosas, esperamos acontecimientos y recordamos lo que ha sucedido con la finalidad de afrontar mejor el futuro. Pero es preciso añadir algo más: Alguien nos está esperando siempre más allá de aquí. Le ponemos nombre a los que nos esperan en la vida de los bienaventurados: en primer lugar DIOS mismo, y en segundo lugar todos aquellos con los que en esta vida hemos construido fraternidad. En este grupo tenemos a los familiares y amigos, sin olvidarnos nunca de nuestro ángel custodio y nuestro santo patrono. La fe, la esperanza y la caridad perviven más allá de aquí (Cf 1Cor 13,13), aunque juegan un papel fundamental en el paso por este mundo. Aunque sea obvio, es preciso señalar que la espera  principal es la de DIOS mismo, y haremos bien en traer a la memoria con frecuencia la parábola del Hijo pródigo, o del Padre misericordioso (Cf. Lc 15,11-32), que sale diariamente al camino a ver si llega su hijo, que reconoce al instante aunque lo reciba hecho un adefesio y haya que vestirlo de nuevo para dejarlo presentable. 

También en el tiempo litúrgico de Adviento, no hay inconveniente en reflexionar sobre nuestro destino en el más allá. Nunca vamos a agotar el tema, pero algunas cuestiones podemos afirmarlas basándonos en la Escritura. Una primera consideración incómoda es que nos tenemos que morir, pues el estado de vida presente viene marcado por la biología con el factor de la mortalidad, y nuestras células están acompañadas del correspondiente marcador biológico que determina el envejecimiento y la muerte final en un tiempo determinado, salvo algún suceso que anticipe la propia muerte. Este hecho incómodo, por decirlo suavemente, nos acompaña con más o menos claridad en todas las decisiones de la vida adulta: sabemos que vamos a morir, aunque no sepamos exactamente ni el cómo, ni el cuándo, ni el dónde; aspectos que pueden añadir un poco más de intranquilidad a este hecho. En esta tesitura podemos afrontar de forma cristiana la muerte o dejarnos embargar por la anestesia del rechazo a un planteamiento transcendente. Es cierto que optar por esta última vía puede conducir a un estado interior muy poco recomendable, que en el fondo nada tranquiliza.

Nosotros, como apuntamos, vamos a aproximarnos al hecho de la muerte y de la vida eterna, partiendo de la Escritura y de nuestra experiencia religiosa. Es muy reconfortante, y de tener en cuenta, el haber acompañado a un amigo o familiar en los últimos días o momentos previos a su fallecimiento, y haber sido testigos de la paz y serenidad que acompañaron el tránsito de la muerte al otro lado de la existencia vedado para los que permanecemos en esta orilla de la vida. La muerte es el acto más serio, importante y decisivo del ser humano en este mundo, y DIOS así se lo toma. Los chascarrillos que formulamos sobre la muerte y los difuntos pueden rebajar algo la tensión que el tema suscita, pero se pueden decir verdaderas tonterías. Nadie en su sano juicio desearía volver de la edad adulta a la infancia, salvo que se padezca una patología regresiva; lo mismo sucede con aquel que ha entrado en la otra vida salvo patología se desengancha de esta vida, porque la existencia continúa en estadios muy superiores.

Preguntas que son comunes: ¿A dónde van los que mueren? ¿Se establece un juicio absolutorio o condenatorio? ¿Qué es exactamente la resurrección de los muertos? ¿Existe el infierno? ¿Es lo mismo el cielo que la asamblea de los innumerable bienaventurados? ¿Qué hacemos con el purgatorio? ¿Qué pasa con nuestro cuerpo? Ante estas y otras muchas preguntas no podemos abandonar y concluir que no podemos saber nada. Bueno, algo se puede decir, aunque ciertamente la fuente de esclarecimiento que es la Escritura se muestra muy parca en respuestas. También nuestro Catecismo oficial aporta elementos valiosos y firmes. Pero la investigación teológica sobre este campo apasionante no ha cesado y hay cuestiones que precisan iluminación no para satisfacer la curiosidad, sino para fortalecer la Fe. Nosotros rezamos en el Credo que creemos en la resurrección de los muertos, y no simplemente en la pervivencia de los espíritus.

JESÚS nos dice que sólo ÉL conoce al PADRE (Cf Mt 11,27); y podemos añadir que en ese conocimiento están incluidos los grandes designios del PADRE (Cf Jn 3,12) sobre los hombres. Y nos añade que tal conocimiento lo da a conocer a  quien ÉL quiere, por lo que hacemos bien en volver la mirada hacia la Escritura donde se encuentran las palabras de JESÚS al respecto de la vida eterna.

Nos dice: “Os conviene que me vaya, pues así os prepararé sitio; para que donde YO esté estéis también vosotros”(Jn 14, 3). Con lenguaje humano hay que hablar de las cosas del cielo, y  eso precisa de alguna relectura. ¿Es que JESÚS va a preparar una mansión, casa o habitáculo para después ser ocupados? Cuando decimos a una persona que tiene un sitio en nuestro corazón, ¿le estamos diciendo que tenemos un corazón parcelado y en una de sus divisiones lo hemos albergado? Entendemos, en este último caso, que a esa persona le estamos ofreciendo una relación de amistad personal, aunque utilizamos lo del “sitio” como simple metáfora. Será muy provechoso para nosotros que en el cielo no haya sitios, sino estados y relaciones personales derivados de dichos estados. Por eso encontramos en san Pablo de forma repetida que para él lo importante es “estar con CRISTO” (Cf Flp 1,23). El evangelio de Juan recoge expresiones similares:  “y estuvieron con ÉL todo el día” (Cf. Jn 1,39). El cielo, por tanto no es el “sitio” nuevo, sino la nueva relación con JESÚS resucitado, que adquirirá previo paso por la muerte en la Cruz. ÉL mismo lo reafirma: “para que donde YO esté, estéis también vosotros”; pues la vida eterna está en el conocimiento amoroso del PADRE y del HIJO: “La vida eterna consiste en que te conozcan a ti, PADRE, y a tu Enviado, JESUCRISTO” (Cf Jn 17,3).

Otro aspecto que promueve interrogantes e inquietudes es lo de con cuerpo o sin cuerpo en el cielo. En el capítulo quince de  la primera carta a los Corintios, san Pablo, señala aspectos  interesantes. Indicando la diversidad corporal de las distintas criaturas llega a decirnos que resucitaremos con un cuerpo glorioso a semejanza del propio cuerpo glorioso de JESÚS resucitado. Y añade que el cuerpo actual es como una semilla para la inmortalidad (Cf 1Cor 15,35-53;Flp 3,21). Siendo nuestro cuerpo templo del ESPÍRITU SANTO” (Cf. 1Cor 3), se puede entender en el momento preciso que este cuerpo ceda el paso a otro cuerpo gestado en esta vida, pero distinto para acomodarse a las condiciones del mundo espiritual. ¿Tendrán algún efecto los sacramentos que recibimos en esta vida en la constitución del cuerpo glorioso que aparecerá una vez dejado este mundo? Si nos atenemos a lo que nos dice san Juan en su capitulo seis, la recepción del “pan de vida” repercute en la “resurrección del último día”. La expresión “último día” es polivalente, y tenemos que aplicarla a la muerte personal y al contexto general y final. El gran día de la manifestación del SEÑOR tiene lugar de forma particular en el momento de nuestra muerte, pues DIOS es capaz de aplicar todo su amor a cualquier hijo singular y particular. Todo esto no resta un ápice a la mirada universal que procura alcanzar la manifestación al final de los tiempos, que se incardina en el misterio de DIOS. Tenemos el horizonte personal con el límite de nuestra vida, y sin una precisión milimétrica podemos afirmar que en un periodo de unos años, ochenta o noventa en el mejor de los casos,  acontecerá de forma particular el “gran Día del SEÑOR”, pero la irrupción cósmica, en que todo el universo quede transformado y elevado a la categoría de universo celestial, es algo que escapa a cualquier cálculo. Porque, ni la destrucción  del propio planeta, ni la desaparición de la vida humana del mismo supondría la Manifestación Final Universal, sino el fin del género humano. Y tal cosa podría darse bajo el efecto de una tormenta solar cuya bola de fuego rodease el planeta y absorbiese toda la atmósfera. Y, ¿esto último es posible?  La ciencia actual tiene la respuesta, a nosotros nos importa acogernos a la Providencia divina.

Como se puede comprobar estas cosas del más acá y del más allá son complejas y están todas relacionadas. Nosotros decimos creer, cuando recitamos el Credo, en la resurrección de los muertos o en la resurrección de la carne. Ambas expresiones vienen a decir lo mismo con matices diferentes en los que no vamos a entrar. Pero, una vez más tenemos que señalar la diferencia de nuestra Fe con otras creencias. El destino del cristiano es nacer y morir una sola vez (Cf.Hb 9,27).  Esto tiene que ser así, ateniéndonos a los hechos: ¿Quién se muere? El que muere es una persona que vivió en un cuerpo dotado de una singularidad y personalidad. Esa persona, revestida de una corporeidad gloriosa,(Cf Flp 3,21) ¿puede volver a reencarnarse en otro cuerpo? Si esto fuera posible ¿tendría la Redención  traída por la muerte y resurrección de JESUCRISTO un carácter universal? Por supuesto no es cuestión de discutir con nadie sobre sus creencias, pero me parece  oportuno apuntar estos extremos pensando en los que un día fuimos bautizados, recibimos distintos sacramentos, y sobre todo participamos de la Eucaristía: “El que como mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y YO lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

Otra cuestión inquietante cuando pensamos en la muerte y lo que nos pueda pasar, gira en torno al juicio . Entonces  diferenciamos entre juicio particular y juicio final. Nos preocupa el proceso judicial que se nos pueda abrir pasado el umbral de la muerte. Al dramatismo del hecho en sí, me refiero a la muerte, añadimos el episodio de un juicio del que en un primer momento no tenemos seguridad de salir indemnes o absueltos.  Dos miedos se nos pueden juntar, y si un miedo ya es malo, que se junten dos miedos la cosa empeora. Algo tendremos que hacer, y lo mejor es tomar alguna precaución. En primer lugar hemos de precisar bien ¿quién nos va a juzgar?; ¿de qué se nos va juzgar?; y uno mismo tiene que formularse ¿quién va a ser juzgado? Lo último parece obvio, pero la reflexión sobre el dato puede dar mucho de sí. ¿Qué concepto tengo de mí?. Una lectura atenta de los evangelios, ahora, mientras vamos de camino por esta vida; y de forma especial el Sermón de la Montaña (Mt 5, 6 y 7º; y su paralelo en san Lucas, el Sermón de la llanura (cp 6), nos servirán de espejo en el que mirarnos. Esto  lleva días, meses y años; y al final, ¿cómo nos vemos? Este ejercicio hay que realizarlo bajo la mirada amorosa de DIOS, porque el perfil personal que vamos a obtener nos va a resultar más o menos deforme y el balance deficitario, porque nuestra condición humana soporta un pesado lastre. Pero JESÚS pagó por nosotros y resolvió nuestro déficit y nos ungió con su ESPÍRITU para otorgarnos una fisonomía espiritual adecuada. Pero todo ello hay que valorarlo, es preciso agradecerlo con una conciencia clara de quiénes somos.

¿Se puede hablar de juicio sin hacer mención a la posibilidad de la condenación? Cuando JESÚS  nos enseña  el  Padrenuestro, en la versión de san Mateo, incluye  la petición al PADRE para que nos libre del mal. Atendamos  a su significado: en la versión de san Mateo se designo  de modo personal al Malo, y se dice “líbranos del Malo”. Este no es otro que “el padre de la mentira (Jn 8,44). La mentira en este caso es mucho más que la falta moral de mentir, aunque la trasgresión continua de la verdad abra puertas y ventanas a la mentira esencial que se identifica con Satanás y su mundo. La gran mentira que arruina al hombre es creerse dios y no precisar de DIOS. Creo que es difícil llegar al punto de un rechazo total de DIOS y aceptar la gran Mentira de Satanás para siempre, pero la posibilidad no se puede eliminar en función de nuestra condición de personas libres con todos los matices que queramos ponerle a la libertad personal.

Pero lo más importante de todo es, ¿quién nos va a juzgar? De manera rápida, pero inapelable tenemos que afirmar: Nos va a juzgar el que nos quiere salvar a toda costa. Nos va a juzgar el que ha soportado el juicio severo que podría recaer sobre cada uno de nosotros. Nos va a juzgar el que pensó en nosotros  desde toda la eternidad, nos llamó a una existencia  histórica y concreta, nos ha hecho justos no por nuestra propia justicia, sino por la muerte de JESÚS y nos piensa glorificar, es decir, llevar al cielo a la propia gloria del HIJO: “A los que predestinó los llamó; a los que llamó los justificó; y a los que justificó los glorificó” (Rm 8,30).



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